BELLO
(...) No deja de ser curioso conocer cómo se expresa un griego al tratar de lo bello dos mil años atrás. «Purgado el hombre por medio de los misterios sagrados, al ver un bello rostro decorado con forma divina, o alguna especie incorporal, siente en seguida secreto estremecimiento y cierto temor respetuoso, y contempla ese semblante que se le figura una divinidad. Cuando la influencia de la belleza le entra en el alma por la vista, su cuerpo entra en calor, se rocían las alas de su alma, pierden la dureza que retenía su germen, se licua, y sus gérmenes, hinchados en las raíces de esas alas, se esfuerzan para salir por toda el alma.» (Porque antiguamente el alma tenía alas.)
Me avengo a creer que es bello ese discurso de Platón; pero no nos da ideas exactas de la naturaleza de lo bello.
Preguntad a un sapo lo que es la belleza, el ideal de lo bello. Os contestará que es la hembra de su especie, con dos ojos gruesos y redondos que resalten de su pequeña cabeza, con boca ancha y aplastada, con vientre amarillento y espalda obscura. Preguntad a un negro de Guinea; para él la belleza consiste en la piel negra y aceitosa, en los ojos hundidos y la nariz chata. Preguntádselo al diablo, y os contestará que la belleza consiste en un par de cuernos, cuatro garras y una cola larga. Consultadlo por fin a los filósofos, y os contestarán por medio de galimatías que no comprenderéis, porque le falta algo que esté conforme con el arquetipo de lo bello en su esencia.
Asistí un día a la representación de una tragedia y estuve sentado al lado de un filósofo, que exclamó: «¡Eso es bello!» «¿Qué encontráis de bello en esa obra?», le dije. «Que el autor haya conseguido lo que se propuso.» Al día siguiente el filósofo tomó una medicina y le probó bien. «Esa medicina consiguió su objeto —le dije yo—; luego es una bella medicina.» En seguida comprendió el filósofo que no se puede decir que una medicina es bella, y que para aplicar a alguna cosa el calificativo de belleza es indispensable que ésta nos produzca admiración y placer, y convino conmigo en que la tragedia que vimos representar inspiraba esos dos sentimientos.
Con el mismo filósofo hice un viaje a Inglaterra, donde vimos representar la misma obra, perfectamente traducida, y en aquella nación hizo bostezar de fastidio a todos los espectadores. Entonces el filósofo exclamó: «No tienen la misma idea de la belleza los ingleses que los franceses»; y dedujo, después de muchas reflexiones, que lo bello es frecuentemente muy relativo, como lo que es decente en el Japón es indecente en Roma, y como lo que está en moda en Paris no lo está en Pekín, y se ahorró el trabajo de componer un largo tratado de lo bello.
Hay acciones que en todo el mundo son bellas. Dos oficiales de César, que eran enemigos mortales, se desafiaron, no a matarse el uno al otro, sino a ver quién defendería mejor el campamento de los romanos, que los bárbaros iban a atacar. Uno de ellos, después de rechazar a los enemigos, iba a sucumbir, y el otro acude en su ayuda, le salva la vida y consiguen la victoria. Un amigo se deja matar por otro y un hijo por su padre; todas las naciones, indistintamente, dirán que esos actos son bellos, que los admiran y que les producen placer. Lo mismo dirán de las grandes máximas de moral de la obra de Zaratustra. «Cuando dudes de la justicia de un acto, abstente de practicarlo»; y de esta otra de Confucio: «Olvida las injurias, pero no te olvides nunca de los beneficios.»
El negro de ojos redondos y nariz chata, que no llamará bellas a las damas de las cortes europeas, llamará bellos esos actos y esas máximas; hasta el hombre perverso reconocerá la belleza de las virtudes que él no se atreve a imitar. Lo bello que sólo hiere a los sentidos o la imaginación es muchas veces incierto y variable; pero lo bello que hiere al corazón nunca lo es. Hablaréis con muchos lectores que os digan que no han encontrado bellezas en las tres cuartas partes de la Ilíada; pero no encontraréis ninguno que no reconozca que el sacrificio que hace Crodo por su pueblo es superiormente bello, suponiendo que sea verdad.
El hermano Attiret, jesuita, hijo de Dijon, empleado como dibujante en la casa de campo del emperador Kang-hi, situada a poca distancia de Pekín (1), dice en una de las cartas que dirigió a M. Dassant lo siguiente:
«Esta casa de campo es más grande que la ciudad de Dijon; está dividida en muchos edificios edificados en la misma línea; cada uno de esos palacios tiene patios, parterres, jardines y juegos de agua, y todas sus fachadas están barnizas: llenas de pinturas y de adornos de oro. En el vasto recinto del parque se han levantado a mano varias colinas que tienen de altura desde veinte a sesenta pies. Riegan los valles infinidad de canales, que van muy lejos a juntarse, formando estanques y mares en miniatura. Puede pasearse por esos mares en esquifes barnizados y dorados, que tienen doce o trece toesas de longitud y cuatro de anchura. En esos barcos hay salones magníficos, y las playas de esos canales, de esos estanques y de esos mares están salpicadas de casas construidas de distintas maneras; todas ellas tienen jardines y cascadas. Desde cualquiera de los valles se pasa a los demás por grandes andenes, que están adornados con pabellones y con grutas; los valles se diferencian unos de otros; el más vasto está rodeado de columnas, detrás de las cuales se elevan magníficos chalets, y sus departamentos corresponden a la magnificencia de las fachadas; los canales tienen muchos puentes, rodeados todos éstos de balaustradas de mármol blanco esculpidas con bajos relieves. En medio del mar se ha elevado un gigantesco peñasco, sobre el que han construido un pabellón cuadrado que contiene más de cien habitaciones, y desde ese pabellón se ven todos los palacios, todas las casas y todos los jardines que encierra el inmenso recinto. Cuando el emperador da alguna fiesta, todos los edificios se iluminan instantáneamente, y en cada uno de ellos disparan fuegos artificiales. Al extremo de lo que llaman el «mar» se instala una gran feria, que disponen los oficiales del emperador, y muchísimos buques vienen por el «mar verdadero», trayendo gente a la feria. Los cortesanos se disfrazan de comerciantes, de vendedores y de obreros de todas clases; unos ponen un café, otros una taberna, unos hacen de rateros, otros de alguaciles que los persiguen. El emperador, la emperatriz y las damas de la corte van a la feria a comprar toda clase de ropas, y los supuestos vendedores los engañan siempre que pueden, diciéndoles que es vergonzoso regatear a señoras tan principales, y ellas contestan que tratan con bribones; los comerciantes se incomodan y quieren marcharse de allí, y tienen que apaciguarlos; entonces el emperador lo compra todo y lo divide en lotes, que se quedan y pagan los personajes de la corte.»
Cuando el hermano Attiret desde la China regresó a Versalles, le pareció que esta ciudad era pequeña y triste. Varios alemanes que se extasiaban recorriendo sus jardines se quedaron asombrados de que al hermano Attiret no le llamaran la atención. El ejemplo que acabo de exponer es una razón más que me decide a no escribir un tratado sobre lo bello.
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(1) Esa casa de campo era el famoso palacio de verano que en 1860 saquearon los ingleses y los franceses. -N. del T.