La ciudad, ¿bendita o maldita?.
La ciudad en el Próximo Oriente antigua, donde se supone que
la primera ciudad, distinta de un asentamiento o pueblo, se instaló, merecía
dos imágenes antitéticas. La ciudad descendió del cielo, perfectamente
estructurada, y se implantó en la tierra, sostenía un mito mesopotámico. Se
posó al borde de las aguas primordiales, de las que emergieron los principales
dioses celestiales. Fue la llegada de la ciudad la que permitió que los dioses
se alumbraran en el seno de las aguas matriciales. Hasta entonces, las aguas de
los orígenes estaban quietas. Nada turbaba la espejada superficie. La ciudad
fue un don del cielo. ¿Quién la idearía? No se precisa. Invención y construcción
divinas, sin duda, sin que se supiera qué dioses se habían puesto de acuerdo
para dar forma a una invención que cambiará la vida de los humanos para siempre.
Otro mito mesopotámico revelaba una historia aún más sorprendente.
La ciudad era un organismo que precedía a la creación del mundo. Los dioses no
existían aún, sí la ciudad, la primera ciudad, de la que el mundo emanó. Esta
ciudad existía desde antes del tiempo en las riberas de las aguas primigenias.
Se llamaba la ciudad de los tiempos lejanos: una ciudad negra, al borde de unas
aguas negras, en contacto con las profundidades, asaetada por altas torres,
como los afilados minaretes que despuntas de las ciudades orientales. Una
ciudad que se había generado a sí misma, sobre cuyo origen nadie se preguntaba,
porque la pregunta no tenía sentido. El origen no tiene origen. Es el inicio,
que nada ha podido iniciar. Mas, la ciudad no estaba desierta. Vivían en ella
las almas de los difuntos, unos espectros que la recorrían sin cesar, para los
que los muros no eran un obstáculo. Las almas prexistían a los cuerpos, como la
noche precede al día. La luz siempre sucede a la oscuridad. Aporta luz, echa
luz sobre lo que permanecía sin esclarecer. Y he aquí que un día, la ciudad oscura
alumbró al dios de los cielos que ascendió; convertido en el dios consorte de
la ciudad, juntos fueron engendrando a todos los poderes celestiales. La
ciudad, madre de los dioses; una ciudad posada en la tierra, aunque habitada
por seres que ya no eran de este mundo. Vida y muerte, la tierra y el infierno,
cohabitando en una ciudad de la que salieron las potencias celestiales; la ciudad
concebida como un gran nudo, que articula los tres niveles del universo, el
infierno, la tierra y el empíreo. Sin la ciudad, el universo no habría existía;
la ciudad como un universo en ciernes, de la que el universo se desplegó como la
tela tensada del cielo, tendida como un palio. Todo lo que lo configura ya se hallaba
en la ciudad de los orígenes. Antes que la ciudad, la nada. Ya en sus inicios,
la ciudad se entendía como una verdadera metrópolis, o ciudad-madre, no por el número
de habitantes, sino por su capacidad engendradora. Todos los seres del mundo
nacerían en la ciudad -y se dispersarían.
Para el humanista tardo-medieval Francesc Eiximenis, al
servicio del rey Pedro el Ceremonioso en la Corona de Aragón, siguiendo, sin duda
sin saberlo, lo que el mito mesopotámico desarrolla, el Edén fue una ciudad, y
no la antítesis del espacio urbano. En los orígenes, de nuevo, érase una
ciudad. Y la ciudad solo podía ser el Edén. La deducción -o la intuición- se basaba
en una evidencia. El primer ser humano, Adán, modelado por la divinidad, y
dotado con todos los saberes, no había podido vivir, en tanto que un ilustrado,
fuera de una ciudad. La ciudad era cuna y fuente de saberes. El conocimiento, y
la capacidad de desentrañar los misterios y de echar luz en lo desconocido,
solo podía darse donde se hallaba la luz: en la ciudad. La ignorancia se
igualaba con el campo, el saber solo podía darse en la ciudad, un lugar donde se
daban las condiciones materiales y espirituales para el diálogo y el estudio:
la ciudad se concebía como un espacio de encuentro en el que se confrontaban y
se armonizaban puntos de vista. Como sabio, pues la divinidad lo había hecho
sabio, Adán tenía que morar en un entorno urbano. En los inicios, érase solo el
Edén. El Paraíso no podía ser un lugar selvático, libre del cultivo y la
cultura, del acto que delimita y conforma el mundo y cada parcela, cada ente y
ser del mismo. La tierra de los inicios era un espacio apto para la vida,
preparado y adaptado a la vida, compuesto para que ésta surja y anide. La
imagen de la tierra virgen era, como el propio adjetivo bien lo evoca, no era
apta para dar vida. Carecía del sustento, de los apoyos que los muros y un
techo brindan. Espacio aún desordenado, carente de referentes, sin líneas que
permitan orientarse, el Edén aún no modelado, tal como se describe en los
textos sagrados, era un error, una contradicción en los términos. El Edén en el
que la vida prende tenía que ser una ciudad, en la que la cultura se
desarrollaría. La mortandad y la ignorancia, que impide ver y orientarse, y conduce
a la pérdida de referentes y de la vida, cayeron en el ser humano en cuanto fue
expulsado del cerco de luz que era el Edén urbano.
La ciudad no cayó del cielo. Existían seres en la tierra
dispuestos a recogerla y cuidarla. Los primeros reyes, que vivieron casi una
eternidad, las presidían. La ciudad no era un invento humano, sino divino.
Fueron los dioses quienes ordenaron su creación, juzgada como una mejora de la
vida en la tierra, que los hombres no hubieran podido alcanzar, pero cuya
existencia estaba a merced del comportamiento de los gobernantes, el cual determinaba
las decisiones del cielo acerca de la suerte de los humanos. Un rey que no cumplía
con los rituales, que no atendía a los dioses, suscitaba de inmediato el
abandono de la ciudad por parte de los dioses tutelares. La ciudad quedaba expuesta
a cualquier peligro -enfermedades, plagas, enemigos-, sin que los humanos nada
pudieran hacer para evitar la dolorosa expiación de la falta o el error de sus
gobernantes. Un rey, dejado de la mano de los dioses, era un dios condenado,
cuya caída arrastraba la de toda la ciudad. La ciudad era lo que el rey era.
Una ciudad sin la protección divina -protección que los dioses solo concedían a
quienes les rendían culto y cuentas-, era una ciudad condenada, una ciudad
maldita, sobre cuya suerte los poetas se lamentaban. Los dioses la entregaban a
los enemigos que la tomaban, la saqueaban y la arrancaban de raíz, sin que los
dioses se opusieran. La derrota y destrucción de la ciudad siempre estaba
causada por una decisión, voluntaria o por desconocimiento, errónea o impía del
monarca. La venganza divina era
terrible. Bien conocemos la airada reacción de Yahvé ante la política de
determinados reyes de Israel y Judea: aquél abría de par en par las puertas de la
ciudad, pese a que ésta bien podía haber sido fundada por la propia divinidad, para
que los asaltantes sometieran a sangre y fuego la ciudad y a los ciudadanos,
que expiaban los crímenes de sus reyes. La maldición divina fulminaba como un
rayo que se precipitaba desde lo alto. Ya solo quedaría la tierra cubierta de
sal. Las lamentaciones por la destrucción de una ciudad se convirtieron en un
género literario, que cuidaba de no acusar a la divinidad sino a la falta de
ética o de valor del rey, lógicamente abandonado por aquélla, aunque la condena
recayera sobre él y sus posesiones, la ciudad que había fundado y sobre la que
mandaba.
La vida de la ciudad, empero, no estaba indisolublemente unida
a la vida del rey, por larga -decenas de miles de años, incluso, más largas que
la de Matusalén, incluso- que ésta fuera. A los reyes, por píos y prudentes que
hubieran sido, también los llegaba la hora. Pero la ciudad les sobrevivía. Pese
que a el rey de Uruk, Gilgamesh, hubiera tratado de hacerse con la planta de la
vida indefinida -una vida casi eternamente declinante, sin duda, pero que no
llegaba a la extinción, manteniendo una luz, por mínima que fuera, que le
permitía seguir alumbrando a la ciudad-, cuyo único esqueje se le escapó de las
manos, y ya no volvió a brotar -una serpiente se hizo con ella en un descuido
del rey, lo que la facultó desde entonces para mudar de piel, sin mudar de vida,
sin tránsito a otra vida-, y no hubiera logrado probarla, asumió su condición
mortal, como cualquier ser humano (aunque Gilgamesh logró proezas como un viaje
hasta los confines del mundo, que no estaban al alcance de sus súbditos, por su
doble naturaleza, humana y divina). Su muerte, sin embargo, no sería absoluta.
Desaparecería de entre los mortales, pero algo más valioso que su cuerpo
perduraría: su nombre. El nombre lo es todo. El nombre nos identifica, y nos
distingue de los demás. Apenas pronuncian nuestro nombre, damos un paso adelante
y nos presentamos. Nos llaman, y destacamos del conjunto indiferenciado de
mortales entre los que nos encontramos. Antes de regresar a nuestro puesto, y
confundirnos con la masa, todos nos ven y nos reconocen. Existimos, por unos
momentos, a los ojos de los demás. Somos inconfundibles. No somos cuando
pensamos sino cuando nos piensan, cuando piensan en nosotros, pensamiento que
la vista desencadena. El nombre de Gilgamesh, Gilgamesh, en suma, quedaría en
la memoria de los hombres gracias a su aportación más singular: la ciudad de Uruk
que había fundado, cuyas murallas había construido -o había mandado construir-,
una ciudad que perduraría en el tiempo -las ruinas de Uruk aun destacan en la
polvorienta planicie del sur de Uruk, cubierta por una frágil costra salobre. Su
gesta estaba inscrita en tablillas depositadas bajo los cimientos de la ciudad.
La ciudad se sustentaba sobre el recuerdo de su creación. Ambos, ciudad y rey,
se apoyaban mutuamente. El rey no podía caer en el olvido mientras la ciudad no
cayera, y ésta seguía estando de pie porque el relato de su construcción no se
había borrado. El nombre de Gilgamesh estaría asociado al nombre de la ciudad. Ambos
nombres dependían el uno del otro. La suerte del rey dependería de que la
ciudad no fuera derribada. La pervivencia de ésta le mantendría en vida en la
memoria. La creación de Gilgamesh revertería en su favor. Su obra le daría vida,
le devolvería a la vida. Las murallas le defenderían y le rescatarían de las
sombras que ascendían del Hades. Podía asumir su condición mortal, muriendo
tranquilamente. No se desvanecería, mientras la ciudad no muriera.