lunes, 7 de junio de 2010

La parcela


Moira era el nombre en griego antiguo del Destino personificado y, a menudo, de la divinidad de la muerte o de la desgracia; Moirai, el plural de moira, era el nombre colectivo que recibían las diosas del destino (conocidas, en Roma, con el nombre de Parcas: las que paren a los humanos, las que les dan a luz).

Moira era un nombre común convertido en propio; comúnmente, significaba lote. Designaba, no un período de vida asignado a cada individuo, sino cada parcela otorgada a cada ciudadano. Sin ésta, el ser humano no podía, literalmente, vivir, ya que no tenía donde "caerse muerto": convertido en una figura errante, un alma en pena, desterrado -sin tierra propia, donde echar raíces-, expulsado de la comunidad, el hombre estaba condenado a morir; no se podía aspirar a vivir sin un espacio propio: el hogar (la lumbre, el centro, las paredes o los límites, la existencia de un espacio articulado alrededor de un hogar, centrado) era la condición imprescindible para vivir y no solo sobrevivir.

Espacio troceado, parcelado, delimitado. Cortes habían sido trazados y abiertos en la tierra, que abrían surcos profundos que permitían cultivar la tierra, y escindir los lotes del espacio indiferenciado. Espacio ordenado y orientado, bajo la atenta mirada de las Moiras.

La moira, una porción del espacio, tenía una traducción temporal: el período asignado a cada ser humano para que se asiente y more en su espacio, cuya posesión venía legitimado por las Moirai.

Los que estaban en posesión de un lote eran considerados afortunados. La suerte les sonreía, como si las diosas del destino les protegieran. Un espacio propio, una morada, ahuyentaba la muerte, brindaba la felicidad.

Tres eran las Moiras. La tercera se llamaba Atropos. La primera sílaba puede ponernos sobre aviso. Se trata de la partícula negativa "a". La diosa, entonces, anuncia una falta. En efecto, Atropos, o A-tropos, significaba lo que carece de dirección o de camino: Atropos es lo que carece de surcos, lo que no está trabajado. Nombra a lo indómito, lo que resiste a ser sometido, "domesticado": la tierra, reseca o encallecida, a la que es imposible remover, dándole la vuelta, para permitir que el agua y las simientes penetren. Atropos, entonces, significa inflexible: la tierra no cede a la presión del arado. No hay modo de echar a un lado o hacia atrás las motas de tierra que se sacarían si la parcela pudiera ararse. Por tanto, la tierra atropos es inmutable. Presenta siempre el mismo aspecto. Escapa al ciclo de la vida: nada brota ni muere en ella. Tierra yerma, árida, reseca. Tierra cruel: tal es el último significado de atropos: tierra inclemente, que rehuye la vida.

De pronto, el cielo se ha encapotado.

Los tres hilos del destino eran trenzados por las Moiras, hasta formar una cuerda irrompible de la que los humanos, como títeres, pendían. La última vuelta de tuerca, el último giro tras el cual el cable resultante se convertía en una soga, la daba Atropos.

El destino de los humanos era aspirar a un lugar en la tierra o a esperar obtener uno. Sin éste, no podrían vivir. El destino podía concederles estar en el espacio durante un tiempo. Mas, los griegos eran lúcidos. Sabían que la tierra no se sometía. Esta escisión entre el hombre y el espacio no era el fruto de una condena o una maldición -que podía, eventualmente, ser reparada o sorteada-. Era, por el contrario, congénita. Los humanos no están hechos para aposentarse en la tierra. Su mayor error -y su condena resultante- consistió en haber querido apoderarse de la tierra, reducirla.

Los griegos sabían que el mal nace de la avidez por la tierra, por el terruño (ciudadanos como los espartanos y los atenienses se presentaban a sí mismos como "nacidos de la tierra" -auctoctonoi, en griego: propios de las profundidades, es decir, en contacto con las potencias infernales, lo que concedía un sombrío rostro a los auctóctonos-, anteriores a los dioses, y quisieron, de este modo, legitimar su dominio sobre el resto de las ciudades-estado. Mas eran una excepción. El griego era consciente de su fugaz condición, que el lote asignado no le pertenecía: no podía hacer lo que quería con su vida ni con su parcela des espacio y de poder). La tierra es concedida en préstamo por las Moiras el tiempo que éstas consideran. Pero la tierra es de todos. Inmutable, eterna, no puede caer en manos de los "efímeros" -que así denominaban a los humanos-.

No hemos aprendido la lección. Tierra, patria, nación: nociones que nos ciegan. Supongo que las Moiras sabrán actuar en consecuencia.

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