viernes, 2 de julio de 2010
La ciudad de la resurrección etrusca (Misa, hoy Marzabotto)
En medio de una leve y arbolada ondonada, en la esquina noroeste de la planifie donde apenas se distinguen inconexas trazas ortogonales de la antigua ciudad de etrusca de Misa, a la que se llega tras cruzar un angosto y descendente paso entre los restos de una muralla, yacen austeros sarcófagos de piedra gris despanzurrados en cuya gruesa cubierta, en ocasiones aún en su sitio, se alzan formas redondeadas.
Mientras que la ciudad ha desaparecido por completo, la apartada ciudad de los muertos, situada cerca de una de las entradas de la urbe, aún conserva un buen número de tumbas, destacadas entre las cargadas ramas de los árboles. El valle yace en silencio. Ningún visitante se acerca.
Tumbas sobrias, carentes de pinturas y relieves. Volúmenes de granito que solo un insólito monolito esférico anima, como si flotara sobre la gruesa tapa de piedra, o emergiera del cenotafio.
Los sarcófagos de Misa son únicos. Se yerguen sobre la tierra. Se distinguen de otras formas de enterramiento etruscas, subterráneas o en grandes enterramientos colectivos. La razón de tan insólita ornamentación, que también corona algunas tumbas de otras ciudades etruscas, en forma de túmulos de grandes dimensiones, es aún inexplicada.
Algunos estudiosos han emitido la hipótesis que las formas esféricas pudieran ser omphaloi, ombligos terrenales, semejantes al que emergía del templo de Apolo en Delfos. Ciertamente, el lugar de Misa, rodeado de montañas, puede evocar el escarpado asentamiento délfico. Varias ciudades etruscas estaban en contacto con el gran santuario de Apolo. Poseían incluso "delegaciones" o "embajadas" (llamadas "tesoros") en el recinto sacro de Delfos, en las que acumulaban ofrendas. Por otra parte, la presencia del agua en Misa, como en Delfos, marcada por fuentes y cascadas, se acorda bien con las funciones oraculares de Apolo: el agua siempre ha sido un elemento de purificación, y un espejo en el que se leen las intenciones divinas. En Roma, Apolo, que en Grecia no estaba esplícitamente ligado a las aguas, se convirtió en dios de las aguas termales (que sanaban), como ya sanaba en Grecia su hijo Asklepios (Esculapio, en Roma).
La misma forma cóncava del valle de los muertos, que tanto destaca ante la llanura donde se ubicaba la ciudad de los vivientes (Misa), evoca la imagen de una matriz, matriz que, en Delfos, pertenecía a Gea (Gaia), la diosa-madre que, en los inicios, antes de la llegada de Apolo, reinaba en el santuario, y cuyo ónfalo (cuyo abultado ombligo que la piedra ovalada representaba, propio de un vientre grávido), evocaba las fuerzas fecundantes de la tierra, adecuadas para el renacer de los difuntos en el más allá.
Desde lugar, las piedras señalaban la presencia de los difuntos, y simbolizaban quizá su resurrección (en la otra vida).
Dichos ombligos recuerdan también a un huevo (o son un huevo). Éste (equivalente a una matriz) es una forma primordial, de la que nació el universo según los órficos (el orfismo, no es casual, al igual que el pitagorismo, tuvo una influencia en la concepción del mundo y del más allá etruscos, gracias a los contactos entre los griegos de la Magna Grecia -donde residía Pitágoras-, en el centro y el sur de Italia, y Etruria). Evoca el nacimiento y el renacer. Se asocia al sol.
Varios son los héroes griegos que nacieron de un huevo, como los Dióscuros Cástor y Pólux (hijos de Zeus, convertido en cisne, y de Leda). Estos gemelos, que reinaban tanto en el cielo (a través de la constelación de Géminis) como en el inframundo (uno de los hermanos era mortal y vivía en las regiones inferiores, mientras que el otro, inmortal, ascendió a los cielos, si bien los hermanos obtuvieron de su padre Zeus el poder intercambiar anualmente sus suertes opuestas), protegían a las ciudades (una creencia etrusca que Roma adoptaría) -porque habían nacido del refugio más íntimo, un frágil huevo, el cascarón mínimo, la primera protección, las más secreta de las moradas.
Los difuntos, renacidos, convertidos en antepasados, protegían, tanto desde lo alto, hacia el que el huevo apuntaba, como desde abajo (puesto que, como el ombligo señalaba, habían alcanzado la vida eterna también en el inframundo), la ciudad de Misa.
El valle de los muertos era el lugar de la ciudad eterna, que velaba sobre la ciudad de los efímeros, que pronto pasarían a su segunda y verdadera morada, en la que alcanzarían la vida eterna, siempre y cuando un huevo, más claro y más pulido que las grises y toscas formas del sarcófago, emergiese de éste y se posase, alumbrando el valle, sobre la losa.
Aún hoy, la necrópolis de Misa invita a la mudez (ante lo inexplicable).
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