En el imaginario griego de la antigüedad, los hombres viajan para retornar voluntariamente al hogar. Las mujeres, por el contrario, huyen de él.
Si Odiseo u Herakles recorren todo el Mediterráneo durante años, en un viaje enloquecido que parece no tener rumbo ni fin, un objetivo les impulsa a proseguir aquél: la búsqueda del camino que les lleve a casa. Pese a que Odiseo llegue hasta los confines del mundo, y Herakles se enfrente a los monstruos más sanguinarios que personifican las fuerzas y los impulsos del espacio no domesticado, ambos solo sueñan con reencontrarse con su hogar -y con sus esposas, Penélope o Dejanira. El viaje, en este caso constituye una prueba para poder volver a reinar en el espacio doméstico. La casa es un premio que se tarda, quizá una vida, en obtener. De algún modo, la casa se configura como la última morada: escenifica el final del viaje (de una vida), tras el cual ya solo queda el descanso (eterno).
Por el contrario, las mujeres están ligadas al espacio interior. No pueden salir. Una y otra vez, Penélope partiría en busca de su esposo, pero su hijo se lo impide. Su cuerpo forma parte del cuerpo del edificio. Ella es la misma casa, hacia la que Odiseo viaje.
Si salen, es debido a un estado de rapto transitorio. Se ven obligadas a huir, impulsadas por una fuerza -un dios- exterior que las rapta y las enloquece. Así, al menos, viven la experiencia del viaje, Ágave, madre de Penteo, a quien Dioniso posee y fuerza a correr hacia los bosques por las laderas de montes encrespados, las ménades, poseídas también por el dios del vino, Europa, sacada del espacio exterior controlado por el palacio, en una de las pocas salidas permitidas, raptada y violada por Zeus, y llevada lejos de su tierra, su hogar natal, o Io, azuzada por el aguijón de un tábano, que, ciega de dolor, y metamorfoseada en un animal, transita por las costas del Mediterráneo oriental hasta dejarse caer exhausta en Egipto.
Así como Odiseo se vuelve más sabio o más astuto con y durante el viaje, adquiriendo los conocimientos necesarios para tratar con el resto de los humanos, Io pierde su condición humana. Su viaje solo la lleva a la muerte o al abandona; a la caída. No adquiere nada, antes bien, pierde incluso su dignidad.
Tanto en el caso de Odiseo como en el de Io -figuras paradigmáticas de viajeros-, el viaje aparece como un castigo. Odiseo no halla el camino "de vuelta" porque Poseidón, el dios de los mares, se lo impide -ya que Troya, la ciudad que este dios había construido, cayó gracias a los ardides de Odiseo-. Io corre sin rumbo perseguida por los celos de Hera, la esposa de Zeus, después de haber seducido, muy a su pesar, al padre de los dioses. Pero el viaje fortalece el ánimo de Odiseo. Se ve puesto a prueba, prueba que supera, ganando la posibilidad de volver a "reinar en su hogar"; por el contrario, una vez que Io ha salido del hogar, se convierte en una bestia sin posibilidad de redención alguna, ni de retorno.
De algún modo, el viaje se constituye como una prueba necesaria para la constitución del hombre en tanto que habitante: el espacio doméstico o de la ciudad tiene que ganarse -para siempre. Para la mujer, sin embargo, el viaje es una bajada a los infiernos, una condena a muerte. No redime sino que hunde aún más a la víctima.
Ariadna abandona el palacio de Creta, seducida por Teseo (que regresa a Atenas, tras su periplo y su enfrentamiento con el Minotauro). Será olvidada en una isla. Su salida de Creta, tras Teseo, fue su condena.
Quizá tan solo magas como Medea podían surcar el espacio exterior -tras cometer los peores crímenes en el seno del hogar- sin que, aparentemente, sufrieran daño alguno (salvo el repudio de toda la sociedad). Pero las magas eran la antítesis de las esposas. Precisamente porque no estaban consustancialmente unidas al espacio doméstico, podían recorrer los amplios espacios exteriores, incluso capitanear naves, como si fueran figuras masculinas. Pero las magas eran proscritas. Por eso viajaban; y eran proscritas porque viajaban. E, incluso, en este caso, el viaje no se distinguía demasiado de una huida sin retorno, de un viaje postrero. ¿Quién hubiera deseado el sino de Medea?
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