Tanto en Egipto como en Mesopotamia, la talla o el moldeado de una estatua no estaba completo si no se procedía a una última actuación: la apertura de la boca y de los ojos.
La intervención consistía en un ritual durante el cual un sacerdote rasgaba suavemente los órganos de la imagen seguramente con un cuchillo afilado. La acción no dejaba huellas visibles. A partir de entonces, a estatua cobraba vida, se erigía y podía recibir ofrendas a cambio de la protección o maldición que aseguraba.
Este rito se oponía al de la destrucción de estatuas: una destrucción que no era el fruto de rapiña o de guerras -el robo, rapto o destrucción de imágenes tenía como fin anular la protección que los dioses concedían al enemigo- sino que formaba parte de su elaboración. Una estatua completa infundía miedo. En cualquier momento podía animarse. Por eso, se cubrían o se reemplazan los ojos con conchas, se cubría la boca, se la cegaba o se le arrancaba los ojos, o se la decapitaba o mutilaba, a fin de tener la efigie bajo control. Ésta podría seguir cumpliendo su función protectora o mediadora pero no podría rebelarse contra el clan que la había erigido.
Estos rituales, comunes en sociedades antiguas o "tradicionales" siguen vigentes en sociedades "avanzadas" en el siglo XXI. Desde las ofrendas, los contactos con estatuas en cualquier cultura -evoquemos las largas colas que se forman ante la estatua negra de la Virgen del Monasterio de Montserrat cerca de Barcelona para besarla -o ¿besar a la madre del hijo de(l) dios cristiano?-, los paseos en procesiones de tallas vestidas, los vítores o los insultos dirigidos a éstas, hasta la saña con la que son destruidas estatuas que representan (que ¿son?) a dioses o humanos con los que no se identifican quienes queriendo atentar contra la figura representada, dañan o destruyen su representación -una acción iconoclasta que se ha dado desde siempre.
Estas acciones tanto ensalzadoras cuanto destructivas reflejan el fracaso de la teoría del arte que empezó a definirse en Occidente en la segunda mitad del siglo XVIII. Esta visión sostenía que una obra de arte tenía una existencia relativamente independiente tanto de nosotros como de lo que representaba. No podía ser considerada como una mediadora con el modelo figurado, ni podía tener influencia alguna sobre los humanos. No respondía a ninguna función precisa, no cumplía ningún fin. Se trataba de una creación humana libre, no gratuita o caprichosa, pero cuya razón de ser no podía ser claramente enunciada. Aunque tenía sentido, no se podía hallar una razón explícita sobre su creación. Por esto mismo, poco o nada podíamos esperar de las imágenes si bien éstas no dejaban de ser fascinantes, aunque la fascinación que ejercían no satisfacía ningún deseo ostensible nuestro. Las imágenes nos gustaban porque si, por si mismos, pero no colmaban ningún deseo o carencia nuestro. Incluso, si respondían a una necesidad conocida, no podían ser consideradas obras de arte sino bienes de consumo u objetos funcionales. Una obra de arte tenía una misión pero esta no estaba definida.
Esta concepción de la obra de arte implicaba que la relación con la misma fuera desinteresada. El arte satisfacía pero se podía vivir sin él. Tampoco se sabía qué satisfacía. No molestaba, pero no era necesario. Ampliaba nuestra visión del mundo sin que hubiéramos sentido dicha necesidad ni hubiéramos respondido a ésta con lo que hubiera podido cubrir aquélla. El arte era agradecido, se agradecía, era agradable, pero no necesitábamos sus agrados aunque los aceptábamos. El arte implicaba cierta generosidad por nuestra parte: no lo rechazábamos y vivíamos mejor con él, pero éste no tenía la misión de mejorarnos la vida.
Esta visión tan distante, tan puritana, a veces -que llevaba a rechazar obras que causaran placer aunque se aceptaban obras placenteras que no respondieran a ningún capricho nuestro-, logró que se definieran unos objetos distintos de los fetiches mágicos y de los objetos meramente funcionales o educativos. Objetos que tenían "magia" pero no eran mágicos, y que nos servían aunque no tuviéramos ninguna necesidad de que nos sirvieran. Pero este logro fue de corta durada o no existió nunca. No estamos preparados para mirar desprejuiciadamente a un objeto. De inmediato, o no nos interesa y no le prestamos ninguna atención, como si fuera un objeto inútil -y por tanto fracasado, como si no hubiera logrado responder a un fin determinado (cuando, por el contrario, se consideraba que una obra de arte no podía responder a nada aunque no fuera gratuita)-, o nos motiva, nos excita o nos indigna, lo que nos puede llevar a querer destruir la imagen porque no soportamos lo que representa. Aun hoy, seguimos viendo a las imágenes -tanto naturalistas o en las que reconocemos a lo que representan, como las abstractas como simples piedras que son consideradas sedes de fuerzas sobrenaturales como la piedra negra de la Meca o el santo sepulcro- como representantes de poderes o fuerzas que apreciamos o despreciamos, objetos que se autentifican tanto con lo que muestran que acaban siendo confundidas con los modelos.
Tal, seguramente, es el poder de las imágenes -y la fuerza que las condena a su trágico fin.
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Me complace contemplar una obra de arte como me complace una conversación, valoro en ella la libertat y los guiños.
ResponderEliminarEs necesaria, sí, aunque no forzada, incluso ni imprescindible pero el valor que alcanza tiene que ver con la intimidad que desvela y el intercambio que se produce.
Segun mi criterio este sería el sentido de esa "misteriosa" "breve" en el tiempo, función a la que te refieres en el arte contemporaneo.
En el fetichismo en cambio, también el contemporaneo, la libertat interior a la obra ha desaparecido y la voluntad la substituye, una identidad completa de voluntades se mezclan y adquieren gran poder simbólico, sin atisbo de conversación con autor, en todo caso apuntan a la realidad, con la que sí se puede dialogar.
en el fetichismo, cuando la obra es o se considera un fetiche, éste se impone a nosotros y nos manda callar. No hay diálogo posible, solo sumisión -o rechazo violento.
EliminarEs cierto que cuando la obra se define en términos kantianos, el diálogo es posible, pero implica tanta contención -so pena de manifestar deseo improcedente- que se transforma en un ejercicio casi moral donde se miden gestos y palabras: una muestra, eso sí, de buena educación, de saber "estar" (ante la obra).
Muchas gracias