La ciudad-estado de Atenas, en el siglo V aC, se sentía orgullosa de su sistema político. El territorio se gobernaba desde la capital. Las leyes y su aplicación estaban en manos de diversas asambleas, muchas de las cuales tenían su sede en el centro de la ciudad -el ágora. Unas asambleas dictaminaban leyes y otras velaban por su correcta aplicación. Estas asambleas, a su vez, se dividían en vez: asambleas en la que participaban representantes de los diversos estamentos -político, económico, militar- y distritos (instituidos de manera a que acogieran a personas y familias no unidas por lazos de sangre a fin de evitar presiones y corruptelas) que configuraban la ciudad-estado, y asambleas, con un número menor de participantes, formadas por representantes de las distintas facciones de las asambleas mayores. De este modo, la aplicación de la leyes era más efectiva y rápida. Al mismo tiempo, quienes formaban parte de las distintas asambleas, siempre elegidos por votación, no podían permanecer en el cargo más de un tiempo limitado; en ocasiones, la rotación se producía cada veinticuatro horas.
Los atenienses sostenían que su sistema político se oponía al de las satrapías persas. Éstas consistían en delegaciones locales, a manos de sátrapas, del poder imperial. El emperador estaba refugiado en una capital lejana -situada en Persia-, voluntariamente aislado de todos, rodeado tan solo por una corte de fieles, pero sus órdenes imperiales debían cumplirse, aplicadas por delegados suyos, los sátrapas, con escaso o nulo poder de decisión. El ordenamiento y la gestión del territorio, la dirección de súbditos dependía del buen querer del emperador. Éste obtenía el cargo hereditariamente, nombrado por el padre o el padre espiritual, mientras que los sátrapas, bendecidos por el emperador, eran escogidos por un consejo cercano al monarca.
El imperio persa duró lo que un suspiro.
Si hoy es martes...
sábado, 10 de febrero de 2018
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