Una mano se levanta. El estudiante plantea una pregunta en relación a lo que explico. Antes de que le conteste, otro estudiante alza a su vez el brazo y responde. Una tercera voz se anima a completar o matizar la respuesta anterior. Y, de pronto, cinco estudiantes, dispersos en el aula, relativamente llena, dialogan sobre un tema que, suscitado por las explicaciones, va mucho más lejos de lo que me hubiera imaginado. Una nueva voz se suma. Los comentarios sobrevuelan el aula. Apenas intervengo, aunque aporto una opinión u, ocasionalmente respondo, entrando a formar parte de ese círculo de voces. Y pasan las dos horas en las que la clase se ha construido con los comentarios, agudos e inesperados, a veces esperables y otros sorprendentes, que denotan experiencias que no tengo y desconozco, de unos estudiantes, que no están necesariamente en primera fila.
No, esta situación no se daba en cada clase. Acaso en un par o tres ocasiones. Pero llevan las explicaciones por caminos que desconocía.
El resto del tiempo, hablo solo. Alguna pregunta completa o matiza las explicaciones. Pero el monólogo, o el silencio entre las sillas, no es el silencio de los cementerios. Llega la hora de finalizar la clase. Los estudiantes se levantan, recogen sus cosas y van saliendo. Sin embargo, una corta fila se forma ante la tarima, frente a mi mesa, delante de la pizarra cubierta de tiza, sobre la que descansa el ordenador. Algunas preguntas son de contestación rápida. Piden datos sobre fechas de exámenes o de entrega de trabajos. Otras, en cambio, expresan visiones o experiencias personales, recordadas por el desarrollo de la clase. Las respuestas se alargan. Dan lugar a nuevas preguntas o comentarios. Pero ya los estudiantes de la siguiente clase van entrando en el aula, mientras el profesor aguarda algo impaciente a que salgamos todos. Invito a dejar el aula apresuradamente, pero no a interrumpir la conversación, que prosigue, tras saludar al profesor entrante y excusarme por la tardanza en salir, en el pasillo, o incluso en el despacho o, en función de la hora, en el bar o la terraza, quedando incluso tras la clase siguiente, para seguir comentando lo que los estudiantes inquieren. Esos diez minutos, este cuarto de hora, vale por toda una clase. Se toma el pulso de lo que los estudiantes piensan, creen y aportan. Y determinan, seguramente, cómo se organizará la clase siguiente.
Eso ocurría hasta el fatídico trece de marzo pasado.
Desde entonces, sentado ante la pantalla, llegada la hora, tras alguna pregunta o comentario dentro del horario, acerco el índice al signo de teléfono que aparece abajo de la imagen, y aprieto la tecla. En un abrir y cerrar de ojos, la imagen de los estudiantes se esfuma. Y se pierde, no se sabe hasta cuando, lo que daba sentido a la clase. La interacción con los estudiantes fuera de hora, en la que participaban hasta quienes, tímidos o reservados, no se atrevían a levantar la mano en medio de la clase plena.
Nunca la expresión educación a distancia a adquirido un significado más punzante. Queda por saber si se puede aun utilizar el sustantivo educación.
En efecto, quizá haya que sustituirlo por un mero "transmisión de información". Y acaso ya sería incluso mucho.
ResponderEliminarMe sobrecogen las situaciones que se están generando por doquier. Saludos.
Es muy cierto; nos convertimos en locutores, bustos parlantes, y los estudiantes receptores inevitablemente pasitos, porque aunque intervengan, es decir, levanten la voz, el diálogo es imposible, entre encender y apagar cámara y micro.
EliminarEs triste, porque es un esfuerzo inútil
Muchas gracias por su observación