Quizá la lectura fuera excesivamente esquemática, pero el historiador del arte alemán Erwin Panofsky, en unas célebres conferencias sobre arte funerario impartidas hasta sesenta y cinco años, descubrió unos esquemas en las artes egipcias y griegas que son aún iluminadoras.
Egipto y Grecia, como muchas otras culturas, produjeron estatuas funerarias naturalistas, retratos de difuntos ejecutados en vida o dando la sensación que la figura seguía en vida, aunque a veces dormida, no afectada aún por la rigidez mortuoria; retratos de seres aún pletóricos de vida, una vida tan solo adormecida.
Pero, señalaba Panofsky, la función de ambas retratísticas funerarias, que pueden considerarse ejemplares de dos actitudes ante la imagen mortuoria o, mejor dicho, de la función del retrato, era antitética: ambos retratos miraban en direcciones opuestas. Para los egipcios, el retrato (la estatua funeraria) tenía como finalidad preservar los rasgos del difunto para su encuentro con los dioses justicieros infernales y para la vida futura de aquél. Dichos rasgos sólo iban a ser contemplados, quizá admirados, en el futuro, por seres de otro mundo con los que establecería un diálogo mudo. El retratado miraba al más allá, despegado del mundo terrenal, estando ya en otro mundo aunque la estatua estuviera entre los vivos a los que ya no miraba.
En Grecia, por el contrario, la estatua funeraria estaba dirigida exclusivamente hacia los vivos: amigos y familiares, pero también paseantes desconocidos, para que pudieran guardar en la memoria los vivos rasgos personales de quien ya no podría ser contemplado si no fuera a través de su retrato en piedra o en bronce. El difunto quería permanecer para siempre entre los suyos. Daba la espalda al (aterrador) más allá. Lentamente sus rasgos se irían desvaneciendo si no fuera por la duradera impresión en una materia no orgánica, casi indestructible. El retrato funerario griego luchaba contra el tiempo. Las generaciones venideras debían de ser capaces de recordarlo, pues la muerte, en Grecia, acontecía verdaderamente cuando el velo del olvido se imponía. Los griegos temían a los dioses; casi podríamos decir que no los necesitaban; lo que contaba eran los ligámenes entre humanos, como bien lo corroboran las figuras esculpidas en las lápidas funerarias que muestran el apretón de manos entre vivos y muertos, gracias a los cuales los vivos retienen a los muertos, retienen su efigie, y mantienen vivo el recuerdo del difunto. Los seres vivían siempre a la vista de los demás; vivían expuestos en permanencia; los cruces de mirada eran esenciales. Unos ojos que se cerraran ere el signo del lento e irremediable desapego, de la desaparición, de la muerte, contra la que los ojos bien abiertos -las estatuas no parpadean- de las efigies luchaban.
Sin duda entre ambos tipos de retratos prospectivos y retrospectivos caben matizaciones y otras consideraciones sobre la función del retrato, pero estos dos polos que las artes griega y egipcia tan bien ejemplifican, denotan no solo la función del retrato sino su necesidad vital. No sabemos, no podemos vivir sin el recuerdo de los que ya no están ni con el miedo a desaparecer para siempre.
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