La Grecia antigua y Roma no estuvieron faltas de guerra a lo largo de su conflictiva historia, pero es curioso que palabras tan comunes en la antigüedad como bellum -guerra, en latín- y polemos - guerra, en griego antiguo- no estén en el origen de todas las palabras modernas europeas, sobre todo latinas, que designan lo que bellum y polemos en la antigüedad. Es cierto que palabras actuales como los adjetivos como bélico y polémico -y el sustantivo polémica- derivan de los términos antiguos antes citados, que permiten intuir, por otra parte, que la guerra antigua se iniciaba por un enfrentamiento verbal, como la polémica, hoy evoca. Por un mal uso de la palabra, por una palabra malsonante, por la falta de respeto a la palabra dada.
Guerra, guerre, vienen del celta werra, bien presente en el inglés war. La elección de una palabra de los bárbaros no implica que se considerara que la contienda fuera particularmente desalmada, sino que, teniendo en cuenta que werra es una palabra compuesta a partir de un radical que significa confundir -que resuena en nuestro moderno verbo de barrer, acto que mezcla todos los residuos-, la guerra se relaciona con la oscuridad -fosco, en latín, de ahí confundir. La guerra es fruto de un apagón, una ceguera. Las luces (de la inteligencia, la perspicacia, el discernimiento) se han fundido. Los deseos de echar luz en problemas han cesado. Lo único que queda son las pérdidas de referencia, que llevan a dar palos de ciego, a no saber dónde ir y qué se hace. La guerra es el cierre del intelecto. De noche todo se confunde, porque no se ve nada. Se ataca con los ojos cerrados, como si una venda impidiera ver. No se puede ni de quiere ver. Se interviene con orejeras, que impiden descubrir el mal causado. Ni siquiera se puede mirar a los ojos del enemigo. Se lucha como una máquina. La ceguera, signo del trágico error conduce la guerra. El suelo de la razón produce monstruos
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