Fotos: Tocho, Pozzuoli, abril de 2024
Los subterráneos (que albergan los fragmentos de las columnas de un pórtico superior caído, desaparecido) del anfiteatro de Pozzuoli, cabe Nápoles y Cumae, ideado quizá por el mismo arquitecto que el del Coliseo Romano, a mitad del siglo I dC, constituyen uno de los más logrados y perversos juegos espaciales romanos: un juego de luces y sombras, de macizos y huecos, de arcos, bóvedas, pasadizos rectos y curvados, de nichos, estancias y pasillos, de columnas, pilares y arcos. Un juego que milenios más tarde Piranesi describiría.
Añadidos al anfiteatro en el siglo II dC, los subterráneos, de los que ascendían hasta el escenario, decorados, animales y gladiadores, que componían un ritual sangriento en pos de la vida eterna del emperador, son un laberinto cuyas vías se abren en todas direcciones y que parece no tener fin gracias al perímetro curvo del espacio que impide vislumbrar los límites espaciales.
Es difícil orientarse; se pasa una y otra vez por el mismo lugar o acaso por uno similar que se se sepa bien dónde uno se encuentra. Las galerías constituyen un mundo oscuro, que hacer perder el sentido de la orientación, y que prepara a las víctimas al deslumbramiento de la arena, rendidas antes de luchar, tras las pérdida de referencias espaciales que los subterráneos provocan. Constituyen un hábil, calculado ingenio espacial para que las víctimas se sintieran desamparadas, cuando, tras la red de galerías que giran una y otra vez, se enfrentaban a las amplitud y el vacío de la arena.
Aún hoy, la experiencia rebela el poder de la arquitectura para desestabilizar e infundir miedo en víctimas a punto de ser sacrificadas, para condicionar la vida y la muerte.
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