“Serían las diez
de la mañana de un día de octubre. En el patio de la Escuela de Arquitectura,
grupos de estudiantes esperaban a que se abriera la clase. De la puerta de la
calle de los Estudios que daba a este patio, iban entrando muchachos jóvenes
que, al encontrarse reunidos, se saludaban, reían y hablaban. Por una de estas
anomalías clásicas de España, aquellos estudiantes que esperaban en el patio de
la Escuela de Arquitectura no eran arquitectos del porvenir, sino futuros
médicos y farmacéuticos. La clase de química general del año preparatorio de
medicina y farmacia se daba en esta época en una antigua capilla del Instituto
de San Isidro convertida en clase, y éste tenía su entrada por la Escuela de
Arquitectura. La cantidad de estudiantes y la impaciencia que demostraban por
entrar en el aula se explicaba fácilmente por ser aquél primer día de curso y
del comienzo de la carrera. Ese paso del bachillerato al estudio de facultad
siempre da al estudiante ciertas ilusiones, le hace creerse más hombre, que su
vida ha de cambiar.”
(Pío Baroja: El árbol
de la ciencia, Primera parte, I)
Pocas novelas, o quizá tan solo una, encuadran la primera escena en una escuela de arquitectura, como la describió Pío Baroja en el inicio del relato, cuya historia acontece en el siglo XIX.
A partir de mediados del siglo XIX, los estudios de arquitectura, hasta entonces adscritos en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, buscaron una nueva ubicación para librarse de la tutela que pintores y escultores académicos ejercían sobre los estudiantes de arquitectura.
En aquel tiempo, los estudios de arquitectura duraban ocho o nueve años, requerían tres o cuatro años comunes con los demás artes, antes de tres o cuatro años de una formación ya específica, tras la superación de un examen de ingreso.
Incluso el ingreso en los estudios comunes exigían destreza reglada de dibujo y de gramática (no se puede proyectar bien lo que no se explica bien), que se debía obtener en la propia Real Academia o en centros homologados.
Tras la separación de la Real Academia, la Escuela especial de arquitectura halló acomodo en el antiguo Colegio Imperial (hoy Instituto de San Isidro), un imponente centro barroco, creado en el siglo XVI por la hermana del emperador Felipe II, María de Austria, en unos terrenos que ya acogían un centro educativo desde el siglo XIV, dirigido por los jesuitas, antes de su expulsión en el siglo XVIII.
Dicho Colegio albergaba también estudios de medicina, química y humanidades, entre otras especialidades, algunas de las cuales formaban también parte del currículo del estudiante de arquitectura
Éste es el centro, un imponente edificio alrededor de una iglesia barroca que mira hacia la transitada estrecha calle de Toledo, en pleno centro de Madrid, dominada por la cúpula y las torres o campanarios del templo, con cuya descripción se abre la novela.
Agradecimientos al profesor Rafael Martín, jefe de estudios del Instituto de San Isidro (ubicado en antiguo Colegio Imperial)
No hay comentarios:
Publicar un comentario