miércoles, 10 de septiembre de 2025

Hogar maldito




 
Fotos: Tocho, téseras de maldición, Roma, Museo Arqueológico Nacional, Madrid 

Si creyéramos en la magia, cometeríamos menos atropellos y actos de violencia.

El repudio, la maldición, la proscripción, el rechazo, en Roma -y en Grecia- se llevaban a cabo mediante conjuros.

Se inscribía una maldición en una lámina de plomo que, a escondidas, y bien escondida, se clavaba en una casa denostada -de una familia a la que se le deseaba el mal-, particularmente en un espacio subterráneo, si no se lograba alcanzar los cimientos. 

Dichas láminas se denominaban tabellae defixionum.

Defixio, en latín, significa necromancia. El cumplimiento del mandato -de la maldición- incumbía a los dioses infernales a los que se conjuraba. 

El verbo latino defigo se traduce por hincar un clavo. Figo, entre otros significados, incluye el crucificar.

La maldición era una invocación a la tortura. Los miembros de uns casa quedarían inmovilizados, como si un objeto punzante los clavara. La inmovilidad evoca la rigidez de la muerte. El maldito queda encerrado en sí mismo. Ya no puede abrirse a los demás, acoger con los brazos abiertos. La casa deviene su tumba. 

Aún hoy, una de las penas impuestas a los condenados en el encierro en casa, la prohibición de salir. El hogar se vuelve siniestro. Las paredes ya no protegen, sino que encierran, ahogan. La víctima se petrifica. Su mundo se estrecha hasta encerrarlo y ahogarlo. No puede respirar -el aire exterior. La falta el aire. No puede vivir bajo la luz. Su mundo se ensombrece. Pierde el contacto con los demás. Los ligamentos que lo unían a la colectividad se rompen. Deviene un muerto en vida, una sombra de lo que fue.

Los conjuros eran eficaces porque permitían liberar el odio sin acometer una acción violenta física. La palabra escrita tenía la misión de llevar a cabo lo que no se cometería con las propias manos. Ya el ritual liberaba del deseo del mal.

Volvamos a creer en el poder de las palabras -y no de los hechos 







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