(Texto de la conferencia inaugural de la muestra Mediterráneo. Del mito a la razón, Caixaforum, Barcelona, 28 de febrero de 2014)
EL RAPTO DE EUROPA. UN PASEO POR EL MEDITERRÁNEO ANTIGUO
Hoy, marcado por la corrupción, la codicia y el desapego, el
Mediterráneo luce el sombrío y sucio aspecto que el fotógrafo franco-israelí
Didier ben Loulou capta por las devastadas calles y los terrenos baldíos de
ciudades como Jaffa, Atenas o Marsella, aún no despertadas del sueño del aprovechamiento ilimitado, como
también lo recoge brillante e inmisericordemente la arquitecta y fotógrafa
Julia Schulz-Dornburg.
Sin embargo, en la noche de los tiempos….
IO Y LA DEFINICIÓN DEL ESPACIO COMÚN:
Devota de la diosa Hera, esposa de Zeus, padre de los dioses
olímpicos, Io era una joven sacerdotisa, hija del rey de la ciudad de Argos,
que no cometió más que una falta involuntaria: seducir, muy a su pesar, al
esposo de la diosa a la que atendía fervorosamente, al mismo Zeus.
Celosa, pero
no queriendo castigar, sino proteger del asedio de Zeus a quien la servía
fielmente, Hera transformó a Io en una hermosa ternera alba que deslumbraba al
cielo mismo, y la dispuso en medio de un gran rebaño guardado, día y noche, por
el vaquero de los dioses, el héroe Argo. A fin de poder cumplir con tal divina
misión, Argo tenía el cuerpo recubierto de ojos. De noche, solo la mitad se
cerraban. Nada escapaba al ojo avizor de Argo. Sin embargo Zeus, ansioso de
hallar a Io, no cesó en su insidioso empeño. Llamó a su hijo, el artero Hermes,
ducho en malas artes –artes misteriosas, herméticas que practicaban los magos
que ahondan en los secretos del mundo-. Zeus le compelió que liberara a la joven Io de la vigilancia
de Argo. Hermes descendió a la tierra y con su varita mágica cerró los
cincuenta ojos abiertos con los que Argo oteaba de noche, y lo descuartizó. El rebaño,
asustado, se dispersó, por lo que Zeus se hubiera podido acercar a Io si no
hubiera sido por un gigantesco tábano que la celosa Hera azuzó contra la joven.
Io, aguijoneada por el afilado dardo, enloqueció de dolor y emprendió la huida
de Argos, del Ática, de la misma Grecia, incansable, incesantemente perseguida
por el voraz insecto.
Estamos en los orígenes mismos del universo. Los tres
niveles del mundo ya han sido distribuidos entre Zeus y sus hermanos Hades y
Poseidón, dueños, respectivamente del cielo, el infierno y el ponto, si
bien Hades y Poseidón consideraban que el reparto no había sido equitativo.
¿Quién hubiera aceptado de buen grado mandar en el mundo de las sombras?
La tierra, sin embargo, también entregada a Zeus, no estaba
aun organizada. Solo era una masa indistinta. Fue el paso apresurado de Io, azuzada por el tábano, que
acabó de conformar las riberas del Mediterráneo. Io no sabía hacia dónde iba. Partió
hacia Oriente. Cruzó un estrecho anónimo: no bien Io, aun bajo la forma de un
bóvido, lo hubo dejado atrás, se dotó de un nombre: el estrecho del buey, el
Bos-foro. El tábano seguía atenazando a
Io. Ésta recorrió la costa ante la que el ponto moría, costa que, gracias a Io,
se personalizó. Fue así como la costa Iónica (o Jónica) adquirió un nombre, es
decir, pudo perdurar, hasta hoy mismo, en la memoria de los mortales. Pero ha
huida no tenía remedio. El tábano de Hera no se rendía ni aflojaba la persecución.
Es por eso que Io, al llegar a la desembocadura del Nilo, habiendo recorrido,
sin detenerse un instante, toda la costa mediterránea oriental, se dejó caer.
Aceptó lo que pudiera ocurrirse y se entregó. El tábano dejó de martirizarla.
Zeus descendió de los cielos, devolvió a Io su figura humana mientras se unía a
ella para concebir a Épafo, el primer faraón.
Éste se esposaría con la hija del dios Nilo: se llamaba Menfis,
y daría su nombre a la primera ciudad del mundo, a Menfis, emergida de la flor
de loto que el sol plantó cuando se asomó por encima de la primera mota de lodo
emergida de las aguas del Nilo. Épafo y
Menfis, a su vez, tendrían a una hija,
llamada Libia, la cual, unida al dios de los mares Poseidón, alumbraría a Agenor, rey de Siria, y se convertiría en
la antecesora de una princesa llamada Europa y del primer rey de Creta. Pero no
anticipemos.
El mito revela, desde luego,
que bien sabían los griegos que los egipcios les habían precedido en el
tiempo, y que la cultura egipcia, que admiraban tanto que profetas y pensadores
acudían a formarse con sabios y sacerdotes egipcios (o eso al menos es lo que
contaban las leyendas), se remontaba a
los orígenes mismos del mundo. Gracias a las involuntarias y dolorosas
correrías de Io, el Mediterráneo había quedado constituido: Jonia (hoy Turquía)
que constituía el límite oriental del Mediterráneo, tras el cual se ubicaba
Siria, que representaba a todo Oriente –Mesopotamia, entonces- , Egipto y Libia
que definía la frontera entre el sur del Mediterráneo y las tierras áridas e
ignotas donde moraban seres de otro mundo, así como Creta, en el corazón del
mar Mediterráneo. Los tres grandes espacios, las tres grandes áreas
culturales, Mesopotamia, Egipto y Creta
habían emergido de las inciertas formas mediterráneas. Somos aun lo que somos
gracias a Io.
EL RAPTO DE EUROPA
Los límites del Mediterráneo habían quedado establecidos,
aunque solo la parte oriental estaba poblada y organizada. Ya no estamos en los
inicios del mundo, sino en la era de los héroes, anterior a la de los humanos.
Los dioses aún intervienen para acabar de perfilar el universo y fundar las
principales instituciones políticas. En ocasiones, monstruos ponen aun en jaque
la organización del cosmos, y los dioses pueden sufrir reveses o enfrentarse
entre sí, causando cataclismos.
Érase un rey oriental, llamado Agenor. Era hijo de Épafo, y nieto de Io, pues.
Mientras su hermano gemelo, llamado Belo, se quedó con el trono de Egipto,
convirtiéndose en el segundo faraón, Agenor fue coronado en Siria, y reinó en
la ciudad fenicia de Sidón. Eso acontecía antes que los fenicios dominaran el
Mediterráneo, aun se estaba en el tiempo del mito. Un día, la hija del rey
Agenor jugaba en la playa de Sidón junto con sus compañeras. Se llamaba Europa.
El dios padre Zeus la descubrió desde lo alto, y ya no pudo descansar hasta
acercarse a ella: el amplio rostro de la
joven que denotaba inteligencia, luces –que quizá sea ésta, “rostro redondo”,
como la pura faz de la luna llena, la traducción de la palabra compuesta
Europa- , le había deslumbrado. Mas
sabía Zeus que la joven era esquiva, por lo que adoptó la forma de un toro
blanco y manso, hermoso y descomunal, que emergió lentamente, como una estatua
de sal, de las quietas aguas que festoneaban la playa de Sidón. Las astas,
albas y negras, dulcificaban, como un guiño,
su aspecto imponente.
Las muchachas, cada vez más confiadas y curiosas, subían a
lomos del toro y saltaban al agua, sin que el animal rechistara. Hasta que
Europa, ya tranquila, montó el toro y permaneció sobre él, sin darse cuenta
que, sigilosamente, el animal se iba retirando mar adentro sin remover las
aguas. Cuando Europa se apercibió de lo que ocurría, apenas ya podía distinguir
a sus compañeras que, desde el horizonte, agitaban los brazos
desconsoladamente. El viaje de Europa recordaba el errático deambular de
Io. Un bóvido también jugaba un decisivo
papel. Ambas heroínas estaban arrastradas por él, ya fuera porque se habían
metamorfoseado en aquél, ya sea porque se habían unido al animal. El viaje, sin
embargo, fue por mar. Concluyó, tras un
largo deambular, en Creta. Allí el toro se detuvo, Europa descendió y accedió a
los ruegos de Zeus quien había recuperado su forma divina, fuera la que fuera, ya que los humanos aun no
saben ni sabrán nunca cual era la forma verdadera que los dioses poseen cuando
se relacionan entre ellos. Europa no podía extrañarse de la metamorfosis de
Zeus. En los tiempos heroicos, ¿cuántas
divinidades mediterráneas, creadoras o maternales, en Egipto y Mesopotamia, por
ejemplo, no habían revestido la
apariencia de un toro o una vaca? Europa ya sabía, desde luego, que su
antecesora Io, había sido transformada en una vaca seducida por Zeus.
De la unión de Europa y Zeus nacieron los cretenses: Minos,
en particular, convertido en el primer rey de Creta que, a su muerte, fue
designado como el juez en el mundo de los muertos. A fin que Europa no fuera deshonrada, Zeus la
esposó con Asterión, quien adoptó a los hijos que Zeus dio a Europa, y tuvo con
Europa una hija: Creta. Tras su muerte, Zeus, desconsolado, llevó a Europa a los
cielos, donde aún mora y en la que se muestra todavía, convertida en la
constelación de Tauro, con la que Zeus, que brilla como el Sol, se une cuando
el equinoccio de primavera, que señala el renacer el mundo, y que acoge en su
seno a las Pléyades, gracias a cuya lumbre, siempre visible, los humanos han
podido orientarse, y orientar los santuarios, como el mismo Partenón en el
Acrópolis ateniense, a fin que fueran aceptados como moradas terrenales por los
dioses.
APOLO Y LA CENTRALIZACIÓN DEL ESPACIO
Fue por el aquel entonces cuando Zeus, el padre de los
dioses olímpicos, volvió a abandonar el lecho que compartía con Hera, la
diosa-madre. Esta vez la víctima de sus avances no fue una pobre mortal, como
Io, sino una augusta diosa, Leto, nieta del Cielo y la Tierra, y, por tanto,
prima del mismo Zeus. Ser una divinidad no libró a Leto de la furia de Hera que
logró que la figura de aquélla fuera casi silenciada. Tan solo se le dedicaron unos pocos
santuarios, siempre en relación con los gemelos divinos que tuvo con Zeus. Leto
no dejó de ser siempre la madre de Ártemis (Diana, en Roma) y Apolo. Fueron los
únicos que mantuvieron vivo el recuerdo de su adorada madre.
La venganza de Hera, una vez supo que Zeus la había engañado
con Leto, y que ésta estaba encinta, fue cruel. Lejos de atentar contra ella, dejó que siguiera con la concepción, mas avisó al
orbe entero que se guardara bien de, llegados los dolores del parto, la
acogieran para que diera a luz, ya que Leto, era obvio, huiría del Olimpo y se
refugiaría en los confines del mundo. Las amenazadoras palabras de Hera habrían
surtido pleno efecto si un lugar dejado de la mano de los dioses no se hubiera
ofrecido para que Leto descansara. Al contrario que el resto de la fértil
tierra, apiadada de la suerte de Leto, pero incapaz de sobreponerse a la
advertencia de Hera, que siempre cumplía con su palabra (como bien Io lo había
vivido en carne propia), una pequeña y olvidada isla rocosa, que ni siquiera
estaba anclada al fondo marino, y bogaba a merced de las olas, desobedeció a
Hera. ¿Qué podía perder? ¿Qué mayor mal que su actual abandono podía sufrir? Tan estéril era
su suelo pedregoso, que no se podía cultivar, por lo que ningún pueblo se
asentaba en ella, y tan solo marineros acostaban ocasionalmente; ¡marineros!
Gente de mal vivir, de vida errante, de puerto en puerto según los caprichos
del ponto y del viento, incapaces de formar una comunidad.
Delos –tal era el nombre de la isla- fue valiente. Su vida
ya había sufrido amarguras. Delos –que significa Brillante- había sido otrora
una diosa, llamada Asteria, en su anterior vida, amada también por Zeus. Se
trataba de …. ¡la hermana de la misma Leto!. Por eso, y porque Delos aun
recordaba el daño que le infligió Zeus, se ofreció para acoger a su hermana
Leto, víctima, a su vez, del padre de los dioses, como si de una maldición
familiar se tratara: el acoso había sido de tal grado que Asteria se convirtió
en un codorniz que se precipitó en el ponto, emergiendo convertida en una isla
rocosa, petrificada por el miedo.
El nacimiento de Ártemis y Apolo fue una tortura para Leto,
ya que Hera, refinando aun más su venganza, impedía que Ilitia, la diosa de los
alumbramientos, acudiera al lado de Leto. Ésta, durante semanas se retorció de
dolor, suplicando que alguien la librara, siquiera con la muerte, de los
agónicos golpes. Iris, la mensajera de los dioses, que dibujaba un arco que
unía el mundo de los dioses y el de los humanos, logró por fin que Ilitia
descendiera y ayudara a la maltrecha Leto.
Apenas Ártemis y Apolo nacieron, la tierra intuyó que se
trataba de unos dioses excepcionales. Ártemis se fue de caza. Al poco rato, trajo
ciervos, con cuya cornamenta, sabiamente entrelazada, Apolo erigió un altar en
honor de su padre antes de, tras cinco días, partiera al descubrimiento del
mundo. Apolo cruzó el mar entre la danza del círculo de las islas Cícladas
precedidas por Delos, y llegó al continente: a Grecia.
Por el aquel entonces, los humanos ya estaban en la tierra,
pero aun no sabían cómo se comportaban. No habían construido ciudades ni
cultivaban la tierra. Ésta, en verdad,
no podía ser cultivada ni edificada. Un denso y penumbroso bosque cubría
la tierra entera. La tierra era una selva, no apta para la vida civilizada, tan
tupida que nadie podía desplazarse. No existían caminos. Era imposible circular
y orientarse. Los mismos bosques velaban el cielo en el que aun no lucían las
constelaciones, ayuda y guía de viajeros y navegantes del futuro. La tierra era un espacio impoluto, aunque no
era un Edén. La vida era inconcebible en medio de tan agobiante selva. El joven Apolo, al igual que su hermana
gemela Ártemis, era diestro con el arco y las flechas. Éstas, disparadas, eran
flechas que indicaban el camino que se tenía que seguir. Apuntaban hacia una
meta. Daban sentido al tránsito de la vida, la orientaban. Pero, además, Apolo
también manejaba el puñal. Con ambas armas, pudo abrirse un camino.
Avanzaba a medida que, con el puñal,
desbrozaba el bosque y tallaba una senda que seguía la estela de la flecha. El
avance era lento; el bosque demasiado tupido; pero el camino quedaba
definitivamente trazado. Otros podrían emprender un viaje, siguiendo los pasos
de Apolo, podrían salir del infierno que era la selva, salir a la luz. Según cómo manejaba el cortante puñal, Apolo
recorrió el bosque que era la tierra en todas las direcciones, de este a oeste,
de norte a sur. Iba trazando un círculo. En ocasiones abría claros en la
maleza, despejando un lugar donde los humanos podían instalarse bajo el sol
que, por fin, lucía, despejado también el día, y alcanzaba la tierra. Pero
quienes avanzan en círculo andan perdidos. Dan dando vueltas sobre sí mismos,
volviendo una y otra vez sobre un mismo problema, o un mismo lugar que no
logran superar o sobrepasar. No pueden salir del lugar que les atenaza, no
pueden salirse con la suya. Están a merced de la naturaleza indómita. No pueden
acotarla, sino que se hallan presos de ella.
Apolo era consciente de la situación, pero buscaba el lugar más adecuado
para descansar. Ninguno le satisfacía plenamente. Hasta que, un día, viró hacia
el centro. Se centró y caminó hasta un paraje en el que el cielo, en la cumbre
del Parnaso que se alzaba en este preciso lugar, las aguas de una cascada, y la
tierra se encontraban. Éste era el lugar dónde Apolo habría de construirse su
morada. Se iba a convertir en el centro de la vida en la tierra. Desde allí, la
tierra se podría organizar. Los caminos que permitirían la circulación libre y
seguro partirían de este punto. La tierra, hasta entonces intransitable, en la
que cualquiera se perdía para siempre, se convertiría n un lugar en el que
nadie podría despistarse ni perder la vida. Se convertiría en el origen misma
de la vida. La fuente que brotaba sería una fuente vital. Apolo acababa de
fundar Delfos. Erigiría allí su santuario. Delfos significaba precisamente
matriz. Y en el corazón del templo, Apolo hincaría una piedra semi-esférica,
semejante a un ombligo en un vientre a punto de dar a luz. Se trataba del
ombligo de la tierra grávida, que alumbraría la vida, un monumento, llamado el
ónfalo que, precisamente, significa ombligo en griego. De este ombligo
partirían los cordones por los que la vida circularía. La tierra, al fin, se
disponía para acoger la vida; se convertía en un lugar en el que los humanos
podrían sentirse acogidos y cobijados. La tierra se había vuelto una
tierra-madre.
ATENEA Y POSEIDÓN, Y LA FUNDACIÓN DE ATENAS
Parecía que el mundo había quedado bien y definitivamente
organizado. Mas Poseidón no estaba satisfecho con el reparto de competencias.
Consideraba que, así como Hades y él habían quedado al mando de espacios
menores, el mundo inferior, y el océano, su hermano Zeus se había arrogado la
mejor, más extensa y más luminosa parte: el empíreo . Por eso, Poseidón quiso poner un pie a tierra y adquirir la tierra más
codiciada, a la que bañaba y beneficiaba extensamente: el Ática; lo más parecido a la tierra prometida. Sin
embargo, parecía que Zeus hubiera pensado en atribuir esta tierra bendecida por
el sol a su hija predilecta Atenea.
La relación entre Zeus y Atenea era estrecha, más íntima que
la que un padre mantiene habitualmente con una hija. Este hecho no era extraño.
Atenea había sido concebida solo por Zeus, sin la intervención de la divina
esposa Hera. Las constantes infidelidades de Zeus, de las que ya hemos tenido
dos muestras, habían llevado a Hera a retirarse del lecho nupcial, por lo que
Zeus decidió concebir sin ella. Atenea nació de la testa de Zeus. Nació adulta
y vestida, revestida con una égida –una coraza de gruesa piel de becerro ya que
el ferruginoso e innoble hierro no era un metal de recibo en el tiempo de los
héroes -, portando un casco con un largo y tupido penacho, y blandiendo, como
un héroe, una afilada lanza. No es de extrañar que, a la hora del parto, un
terrible dolor de cabeza nublara tanto la vista de Zeus, que requiriera los
servicios de Hefesto, el dios de la forja, para que le partiera la cabeza con
un hacha, labrada por él mismo. Que la cabeza hubiera hecho las veces de útero
explica la inteligencia de Atenea, diosa de las artes liberales o inteligibles,
desde Roma hasta nuestros días, pero también su inhumanidad o su frialdad.
Atenea pensaba, pero no sentía o simpatizaba. Lo sensible le repelía.
Ante semejante contrincante, inteligente y duro, ¿cómo podía
Poseidón vencer a Atenea y convencerla de dejarle ser el dueño y protector del
Ática? Atenea era inflexible. Pero un enfrentamiento entre divinidades era
absurdo. Ambos eran omnipotentes. Ninguno podría ganar por la fuerza. Sí por la
astucia. El consejo de los doce dioses olímpicos, del que Poseidón y Atenea
quedaron temporalmente descartados, decidió que ambas divinidades enfrentadas
tenían que someterse al juicio humano, ofreciendo a los habitantes del Ática el
mejor y más adecuado presente que se pudiera desear. Foroneo, el primer ser
humano, fue nombrado juez por el cielo.
Sí, en el tiempo de los héroes, cuando los dioses aun se
ufanaban para acabar de ordenar el mundo, el Ática no era un lugar a la espera
de humanos, sino que ya estaba poblada. El Ática estuvo, en verdad, poblada
desde la noche de los tiempos. Quizá los
humanos hubieran existido desde siempre, antes incluso que los seres
sobrenaturales. La razón era que los atenienses, como los espartanos y
habitantes de otras ciudades, habían nacido de las entrañas de la tierra. No
habían sido modelados por divinidad alguna, sino que eran los hijos de la misma
tierra. Habían brotado sin intervención externa y ajena alguna. Salían al
exterior como las plantas o las piedras. Por esta razón, se consideraban los
dueños legítimos, diría que naturales, de la tierra. Se llamaban a sí mismos
los autóctonos -nacidos de los poderes
ctónicos, es decir del subsuelo-, un hecho que explica que los atenienses no
aceptaran que ningún foráneo adquiriera la ciudadanía ateniense, y que, ya en
tiempos históricos, y hasta nuestros días, esta creencia, el mito de la autoctonía,
diera pábulo al trato inclemente y racista de los que no eran o son de una
tierra dada, de los que vienen de fuera, desterrándolos, echándoles de la
tierra. Solo quienes tenían sus raíces, literalmente, en el Ática, podían
quedarse en ella.
La creencia en la autoctonía se fundaba en el hecho que los
primeros reyes de Atenas habían ascendido a la luz, habían sido alumbrados por
Gea, la diosa tierra. Era Gea la que había poblado la tierra. Nadie había
conquistado el Ática ni Atenas, sino que
la tierra y la ciudad se habían dotado por sí mismas de quienes la iban a
cuidad y cultivar. ¿Quién podía ser tan temerario o inconsecuente como para
oponerse a los designios o las acciones de tan venerable y ancestral divinidad
como Gea?
Ocurrió que el dios de la forja, Hefesto, quedó fascinado
por Atenea en el momento mismo en que la diosa despuntó de la testa de Zeus.
Desde entonces la perseguía, pero Atenea no manifestaba sino desprecio por
semejante pretendiente. La figura de Hefesto, en efecto, no era agraciada.
Mientras Atenea lucía un porte recto, Hefesto era cojo; a veces, caminaba
encogido. El defecto físico, que le impedía andar rectamente era consecuencia
de una caída física y moral. Puesto que Zeus había concebido a Atenea sin la
intervención de su esposa, la divina Hera, ésta, humillada, imploró a sus padres,
el Cielo y la Tierra (Gea) que le permitieran, y le ayudaran, a concebir sin la
unión con Zeus. El ruego fue satisfecho. Hera quedó encinta de Hefesto. Mas, en
el momento de dar a luz, quizá arrepentida o avergonzada, Hera dejó caer a
Hefesto, o lo precipitó incluso desde lo alto del Olimpo al mar (donde cayó en
una gruta marina, en la que vivían deidades ancestrales de la forja, que
avivaban el fuego de las entrañas de la tierra, y que recogieron y educaron a
Hefesto en las artes del temple de los útiles de metal). Hefesto era, pues, un hijo mal nacido, deseado
pero abandonado, falto –cojo- de cariño. Su aspecto físico era repulsivo;
posiblemente repelía también por sus limitaciones mentales. Sus brazos se asemejaban a garfios o a pinzas, por su trabajo de herrero
cogiendo útiles al rojo vivo, cuyo calor desprendido le requemaba la piel, ya
oscurecido por el humo del fuego de la forja.
El rechazo de Atenea a los insistentes avances de Hefesto no
fue debido solo a las peculiaridades físicas de éste. Atenea había nacido
preparada para la guerra. La égida y el casco que portaba, y la lanza que
empuñaba la equiparaban con los héroes troyanos. Mientras que las diosas tenían
que mantener un perfil bajo, al cuidado del palacio de los dioses, divinidades
como Ártemis (Diana, en latín) o Atenea (Minerva, en Roma), ambas armadas y
viviendo al exterior, incumplían las labores asignadas a las mujeres. La guerra
y la caza (salvo en Esparta) no eran trabajos femeninos. Solo los varones
podían permanecer fuera guerreando. Bien lo sufrió Penélope mientras duró el
exilio de Ulises de su palacio en Ítaca. Entre las funciones de las mujeres
destacaba el dar a luz a los hijos. Una divinidad femenina que se comportaba
como un dios no podía tener descendencia –aunque sí relaciones sexuales. El
rechazo de Hefesto por parte de Atenea quizá responda a su voluntad de no
asumir un papel femenino sometido al varón.
Un día que Hefesto se le acercó demasiado, Atenea lo apartó con tan
malos modos, que el dios de la forja vino a eyacular sobre el muslo de la
diosa. Ésta, asqueada, se limpió, y echó el paño maculado al suelo. Al momento,
la tierra fecundada por el semen de Hefesto engendró a un héroe, llamado Erecteo, o Erictonio –nombres
compuestos a partir del sustantivo ctonos, que significa subsuelo-, que
ascendió de las profundidades y se convirtió en el primer rey de Atenas. Su
cuerpo denotaba bien el enraizamiento en la tierra, su pertenencia absoluta a
ésta, pues mientras de cintura para arriba tenía una regia forma humana, la
parte inferior era la de una serpiente descomunal o de un dragón. El primer rey
de Atenas fue un ser híbrido de las
profundidades y señaló el destino o las cualidades de los atenienses.
Todos deberían ser hijos de la tierra.
Volvamos a la contienda por la posesión del Ática tras esta
larga digresión por la difícil relación entre la arisca Atenea y el torpe
Hefesto. Siguiendo el dictamen del consejo de los dioses olímpicos, ambas
divinidades, Atenea y Poseidón, se esforzaron en ofrecer a los atenienses el
regalo más preciado que simbolizaría la unión de la ciudad con el cielo, así
como representaría los valores de Atenas. Poseidón hincó fuertemente el tridente que lo caracterizaba en una roca
que sobresalía en la acrópolis. Una fuente, de inmediato, manó. Mas era un
manantial de agua salada, por lo que los atenienses torcieron el gesto y
rechazaron el regalo. Atenea, en cambio, plantó un olivo en la roca, cerca de
la fuente salobre, y exprimió los primeros frutos, regalando a los humanos un
líquido aúreo fruto de la primera prensada: el aceite. El consejo de los dioses lo tuvo claro al
momento. Atenea fue nombrada la diosa del Ática, y la protectora de Atenas, a quien
se le construyó una morada en lo alto de la Acrópolis, morada que envolvía
ambos regalos divinos, la fuente amarga y el nervado olivo de untuosos frutos.
LOS TRABAJOS DE HERACLES
La tierra estaba definida y centrada; los primeros caminos,
y los límites entre propiedades trazados; las primeras ciudades habían sido
fundadas, así como los primeros santuarios. Pero el mundo estaba aun a merced
de los monstruos. Apolo ya se había enfrentado a la descomunal Pitón, hija de
Gea, la tierra, guardiana de Delfos, cuyo poderoso cuerpo serpenteante evocaba
bien los poderes primigenios del subsuelo,
para poder apoderarse de este lugar, instalarse y fundar el santuario
panhelénico por excelencia; y los reyes
de Atenas, tras los tres primeros monarcas con cuerpo también de serpiente,
debido a su condición primigenia, sin duda ya eran enteramente antropomórficos,
pero la tierra aun estaba recorrida por monstruos. Y éstos eran cada vez
amenazantes debido a la presencia de pueblos y ciudades que limitaban el
espacio que antes de su ordenación les pertenecía enteramente. Los monstruos
habían perdido la batalla con Zeus para el dominio del mundo. Tifón, un dragón
cuya testa dentada alcanzaba la bóveda celeste
cuando emergía de las aguas del ponto, luchó con Zeus durante eras, en
un duelo cósmico que puso en peligro los mismos fundamentos del universo, a fin de volver a imponer los poderes de la
noche frente a la luz que Zeus traía. Apolo había derrotado a otro Dragón,
Pitón, también hijo de la tierra o de las aguas. Pero las alimañas divinas
seguían poniendo en peligro la vida de los humanos. La tierra seguía siendo un
lugar difícilmente habitable.
Se diría que la ordenación del mundo pasaba por un previo
desorden causado por la intervención de Zeus. Ésta seguía siempre un mismo
esquema. De pronto, el padre de los dioses Zeus se fijaba en una heroína o una
diosa que no era la divina esposa Hera. A los problemas que causaba este
comportamiento indigno en el Olimpo, le sucedía un tiempo de turbulencias que
concluían con el apaciguamiento y la reordenación de la tierra.
Aconteció en Zeus, lejos de Hera nuevamente, prendiera un
inexplicable e insaciable deseo por una heroína, la reina de Tebas Alcmena. Su
belleza, la hondura de sus ojos negros eran tales que rivalizaban con la misma diosa Afrodita. Mas, Alcmena era fiel
al rey Anfitrión. Zeus no podía vencer su resistencia si no era con violencia o
subterfugios. Al contrario que los demás
dioses olímpicos, Zeus estaba dotado de una virtud propiamente humana: la
astucia, que, en los humanos, compensaba
su debilidad física, incluso su cobardía, como la de Ulises, por ejemplo, tan
distinta a la ciega fiereza de Aquiles, que le condujo a la muerte, heroica,
pero muerte al fin. Así que Zeus planeó
la conquista de Alcmena recurriendo a una artimaña. Primeramente, propició una
guerra en los confines de la ciudad-estado de Tebas, por lo que el rey
Anfitrión tuvo que ausentarse durante meses o años para combatir en defensa de
su tierra atacada. Estando entonces la reina Alcmena sola en palacio, Zeus no
usó de su prerrogativa divina sino que se metamorfoseó en el rey Anfitrión,
haciendo ver que retornaba de la guerra. La reina lo recibió con tal alborozo
que Zeus detuvo el despuntar del día durante tres días y tres noches para poder
gozar de la reina como si el tiempo no pasara. El carro del Sol se detuvo. Al
tercer día partió, cruzándose, en la puerta de palacio con el verdadero
Anfitrión que retornaba de la guerra. La falta de sorpresa y el apagado ardor
de la reina ante el nuevo regreso del rey levantó las sospechas de éste, quien
hubiera castigado duramente a Alcmena, sospechosa de infidelidad, si el mismo
Zeus no se hubiera manifestado a los ojos de Anfitrión para revelarle la verdad
y asegurarle de la fiel resistencia de Alcmena, solo vencida por un dios.
Alcmena concibió
gemelos: Heracles era hijo de Zeus, e
Ificles, hijo de Anfitrión. Heracles era un semi-dios, Ificles, un mortal. Como
era de esperar, la divina esposa de Zeus, la diosa Hera, no podía tolerar la
presencia del recién nacido Heracles en el Olimpo, puesto que le recordaba a
cada momento la nueva infidelidad de Zeus. Hera trató por todos los medios de
apartar, ahuyentar, o eliminar a Heracles, que aún no se llamaba así, sino Alceo o Alcides, en honor de su abuelo materno.
Así, apenas el héroe hubo nacido, Hera mandó que un nido de serpientes
enroscadas rodeara la cuna. A la mañana siguiente, éstas aparecieron
estranguladas; el niño héroe no se había amilanado, contrariamente a su hermano
gemelo humano.
Aunque la inquina de Hera no cesó durante toda la vida de
Heracles, y acabó con él, años después,
la diosa Atenea, compadeciéndose de la suerte del niño que su madre, la
reina Alcmena, temerosa de la diosa Hera, había expuesto a la intemperie, logró
que la esposa de Zeus viniera a pasar por donde yacía el niño abandonado. Hera,
no reconoció al bebé, por lo que se
apiadó de éste, y lo amamantó. Pero el niño era Heracles, y succioné tan fuerte
que hizo daño a Hera. Ésta, sorprendida lo apartó, no sin que lograra detener
la lecha que manaba con tanta fuerza que describía un arco en el aire: así es
como fue trazada la Vía Láctea. Fue entonces cuando Hera reconoció y echó al
suelo al niño. Mas éste había tomado la lecha de la diosa-madre: un lazo
inexorable lo uniría desde entonces a la diosa. Hasta el nombre del niño
cambió: pasó a llamarse Heracles, que significaba, quizá irónicamente, el honor
de Hera.
Enfurecida por la treta, pero consciente que no podría
acabar con Heracles tan fácilmente, Hera
le obligó a someterse ante su primo Euristeo. No era un hombre fuerte ni
valiente. Mas una treta de Hera, en connivencia con la diosa de los
alumbramientos Ilitia, había logrado retrasar el nacimiento de Heracles a favor
de Euristeo que recibió así el trono de la ciudad de Micenas, en cumplimiento
de un oráculo que había advertido que un descendiente del héroe Perseo – del
que también descendía Heracles- se haría con el mando de la ciudad.
Este sometimiento no era gratuito ni inocente. Hera
enloqueció a Heracles el tiempo
suficiente para que asesinara, ciego, sin
ser consciente, a sus hijos. Cuando descubrió el crimen cometido, Heracles,
horrorizado, huyó al santuario de Delfos
para preguntar al dios Apolo, dios de la justicia, cómo expiar tal sangriento acto. El dios le
ordenó que acatara las órdenes de su primo Euristeo, por lo que éste le sometió
a doce duras pruebas pensadas para que no pudieran ser superadas. La vida de
Heracles debía llegar así a su fin apenas tratara de cumplir con el mandato de
Euristeo.
El conjunto de las pruebas constituye el célebre grupo de
los doce trabajos de Heracles, ilustrados desde la Grecia arcaica hasta
nuestros días. Forman unos de los motivos míticos griegos más conocidos y
adaptados. No contaremos cada una de las pruebas. Pero, en resumidas cuentas,
lo que sí se puede añadir es que cada uno de los trabajos constituyó una prueba
física o emocional, que Heracles tuvo que superar para permanecer con vida o
para que su imagen no se quebrara. Heracles luchó contra seres que atentaban
contra la civilización: contra las tierras cultivadas y contra las ciudades.
Todos los oponentes, fueran animales o humanos, eran descomunales. La fuerza,
pero también el ingenio de Heracles, fueron reiteradamente puestos a prueba. Un
jabalí cuyos colmillos destrozaban los cultivos, así como un toro cretense
descomunal; un león, símbolo de fuerza indómita; seres sibilinos,
pertenecientes a una era en la que la civilización no tenía cabida, como la
Hidra, o el dragón, enroscado en un árbol, que guardaba el Jardín de las
Hespérides en cuyo centro arboles
crujían bajo el peso de las manzanas de oro; emisarios del mundo de los
muertos, así el Can Cerbero, las aves carnívoras del lago Estinfalo y las
yeguas carnívoras de Diomedes –en Grecia, los caballos relinchantes, de
espumante boca y crines arremolinados,
recordaban al mar bravío, el mar que en Grecia era idéntico al Hades, por lo que el carro de Poseidón era tirado
por caballos cuyos lomos encabritados se confundían con las olas-;
encarnaciones de la barbarie o de una era en la que los fundamentos del orden y
la civilización aún no habían sido echados, como gigantes –Gerión, por ejemplo-
, o las Amazonas, que, siendo mujeres, se comportaban como unos hombres: tales
eran los monstruos contra los que Heracles tuvo que enfrentarse. El desorden,
el retorno a la barbarie o el caos que estos seres causaban, dibujaban un
registro amplio de las amenazas de la civilización y la ciudad, y dibujan una
imagen inversa de los valores de la cultura: la impureza, como los excrementos
que ahogaban las cuadras del rey Augias, o las maculas que las aves del lago
Estinfalo depositaban en los platos de los alimentos; la impiedad, como la que
Heracles tuvo que cometer al cazar y apresar la colosal cierva de Cerinia,
dotada de astas de oro más altas y extensas que las nervadas ramas del más
frondoso de los árboles, consagrada a Ártemis y Apolo; la confusión de géneros
y roles, bien ilustradas por las Amazonas (mujeres guerreras, que contravenían
el requerimiento de pasar la vida encerradas, fuera de la vista pública), la
desmesura que los gigantes traían; la carencia de límites espaciales claros, y
la disolución de las fronteras –que el enfrentamiento con el Can Cerbero, el guardián de las puertas del Hades, exigía, o
el viaje hasta los confines del mundo donde se hallaba el jardín de las
Hespérides, bien simbolizaban-; la mesura y la contención que exigía el derribo
de monstruos; tales eran, entre otros, las características del mal, y los
estratos o niveles, físicos y psíquicos,
afectados por éste, que atenazaba al
orden humano contra el que Heracles luchó.
El desorden implicaba la vuelta de la noche, el caos y la impureza; la
contaminación resultante de la confusión de órdenes, seres y materias; la puesta en orden del mundo, que Heracles
garantizaba, implicaba mantener separado lo que antes estaba confundido:
monstruos y humanos, varones y hembras, mortales e inmortales, alimentos y
residuos; luces y sombres, la vida y la muerte, en suma. Unos versos de
Eurípides, en la tragedia Alcestis, cuentan que Heracles no dudó hasta
enfrentarse a la misma Muerte. Nadie, ninguna divinidad, ni siquiera Zeus, ni,
desde luego, ningún héroe, antes y después de Heracles, se atrevería a tanto.
Ni siquiera la Muerte constituía un obstáculo o un contendiente ante lo cual
Heracles retrocedería.
Heracles recorrió todas las costas mediterráneas, del este
al oeste, del norte al sur. Mientras deambulaba, iba librando el espacio de
peligros, tras lo cual fundaba ciudades; en algún caso, incluso, como en
Crotona (en la Magna Grecia, en el sur de Italia), dotó la ciudad fundada del
nombre de un íntimo amigo al que mató accidentalmente, y al que honró con una
ciudad que mantuvo vivo el recuerdo del héroe.
Tras el viaje de Heracles, la tierra pudo ser habitada sin
excesivos problemas. Existían aún áreas en sombra, en las que la vida humana,
es decir, la vida civilizada, entraba en quiebra. No faltaban islas de
cíclopes, que se alimentaban de carne humana, palacios de magas que gustaban
metamorfosear a guerreros en cerdos, islas movedizas que tallaban el paso de
los navíos, rocas en las que descansaban ancianos del mar cuyos saberes,
necesarios para la vida, guardaban a cal y canto, o en las que aves como las
sirenas encantaban a los marineros hasta hacerles perder el rumbo; el mal que
los hombres causaban o aportaban traía a la superficie esfinges que asediaban
ciudades e impedían los contactos humanos;
Atenas estuvo tiempo sometida a las exigencias de un monstruo, el Minotauro, un ser híbrido, en el que la
humanidad y la animalidad aún no estaban claramente diferenciadas, y que
ingería carne cruda como las fieras, que, desde su laberíntico palacio
cretense, exigía el sacrificio anual de seis muchachos y seis muchachas, que
dejaba a la ciudad de Atenas exangüe y aterrada, a los que devoraba; pero, hubo
héroes suficientes y capaces para acabar de poner orden en el mundo, y
convertir las riberas del Mediterráneo en un espacio habitable y habitado, en
el que los humanos podían sentirse seguros, podían asentarse aquí en la vida y
en la muerte.
La creación del mundo llegaba a su fin, así como la era de
los héroes: éstos ya no eran necesarios; los humanos iban a ocupar su lugar,
guerreando como ellos, sin disponer de la vida eterna o beatífica. Empezaba la
era de los mortales: las imágenes con las que hemos iniciado esta charla
muestran hasta dónde hemos llegado.
Quizá la razón última de una exposición como Mediterráneo.
Del mito a la razón resida en que, por unas horas, podemos evadirnos del
tiempo de los hombres, o quizá podamos entender porqué hemos llegado hasta
dónde estamos, y si, acaso, existiría una solución al retorno de la barbarie y
los monstruos de hoy, quizá tan o más dañinos que el canto de las sirenas.
Enhorabuena por la exposición, muy necesaria en estos tiempos de naufragio.
ResponderEliminarAprovecho para enlazar con:
El origen de Europa. La "symmetria" del imperio de Augusto
Aedium compositio constat ex symmetria "Vitruvii De Architectura"
http://eltablerodepiedra.blogspot.com.es/2007/10/el-origen-de-europa-la-simetra-del.html
Muchísimas gracias.
EliminarEstoy leyendo su texto. Apasionante. Desconocía la faceta de cartógrafo de Agrippa.
Gracias de nuevo.