Patrimonio. Un término recurrente últimamente. Asociado a peligro. En Siria, Iraq o quizá Túnez. Drama: por ejecuciones y destrucción del patrimonio.
Pero, ¿qué es el patrimonio?
Puede consistir en obras de arte: estatuas, pinturas, frescos, libros, manuscritos, películas, edificios. Pero no son obras de arte.
Una obra de arte se compra y se vende. Es una mercancía. Tiene un valor y un precio. Es un objeto con el que nos relacionamos por razones estéticas, éticas o comerciales. Ninguna de esas razones es exclusiva necesariamente. La obra nos pertenece o nos desplazamos para verla y juzgarla. Nos puede influir, agradar o repeler. Nos gusta o nos aburre contemplarla, tener una relación sensible o sentimental con ella. Pero por grande que sea el aprecio o el desprecio, la obra está fuera de nosotros. Mantenemos las distancias. Pese a la vitalidad que pueda denotar, a la irradiación o el misterio que pueda emanar, la obra es un objeto externo a nosotros. Lo podemos vender, exponer o esconder. Su vida depende de nosotros -aunque la relación que podamos mantener con ella nos pueda afectar profundamente. Dorian Grey vivió un infierno con su retrato.
El patrimonio, por el contrario, es un bien inalienable. No se puede vender. No tiene precio. Su valor es el que le otorga no un individuo sino una comunidad. Ésta se reconoce en su patrimonio, se proyecta en él. Éste la representa. La comunidad y el patrimonio son un mismo ente. Sin su patrimonio, la comunidad no existe, no es nada. Si lo pierde, la comunidad pierde su razón de ser; se disuelve; los ligámenes entre los miembros se rompen. Lo que une la comunidad ya no está. El miedo tanto al mundo exterior cuanto al interior se instala. Nada puede combatirlo. El patrimonio es como un tótem o un fetiche. Es la personificación de una comunidad. Las esperanzas de ésta descansan en su tótem. Éste ha creado a la comunidad a la que representa, la cual se identifica con aquél. En Mesopotamia, un zigurat, que dominaba la ciudad, era el patrimonio de ésta. Los ciudadanos se sentían seguros mientras podían contemplarlo. Incluso si no lo veían, sabían que estaba ahí, velando por ellos. Una ciudad sin un zigurat no podía sobrevivir.
Por esto, el patrimonio es valioso y frágil. Su valor no reside en lo que es sino en lo que representa. Los humanos se vuelven humanos cuando comparten: cuando viven en comunidad. Necesitan de entes que los identifiquen, con los tengan la sensación que existen en tanto que humanos. La destrucción del patrimonio conlleva la destrucción de comunidades, es decir de lo humano. La mejor manera de doblegar voluntades -bien lo sabían los mesopotámicos- consiste en destruir sus signos de identidad, con los que se reconocen, y gracias a los cuales pueden dialogar con otras comunidades. La aniquilación del patrimonio implica el retorno a la barbarie. Y, por tanto, la fácil domesticación de voluntades.
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