José Hevia: Welcome, Gustavo Gili, Barcelona, 2015
Edición de 500 ejemplares numerados
Texto de Pedro Azara
Welcome es un trabajo fotográfico basado en la serie. Se retrata un edificio de viviendas de la década de los setenta, con cuatro puertas por rellano, donde cada vecino ha personalizado el elemento repetitivo de la puerta de acceso a su vivienda y ha tomado posesión de esa zona intermedia entre el ámbito público de los espacios comunes y la esfera privada de lo doméstico.
Se presenta como publicación en formato dual. Plegada adquiere la estructura de un pequeño libro que permite leer y contemplar de forma individual cada una de las imágenes, al pasar las páginas. Desplegada, se convierte en una única imagen fotográfica que conforma la hipotética sección del edificio.
Primera versión del texto que acompaña las fotografías de José Hevia:
¿”WELCOME”?
Recibir y visitar: tal era la principal tarea de la nobleza
en el siglo XVIII y de la alta burguesía, que Balzac (en el siglo XIX) y Proust
(en los albores del siglo XX) retratan, antes de la Primera Guerra Mundial. Los
días se organizaban en función de las recepciones propias y de las salidas a
recepciones ajenas. Los llamados Salones eran espacios y mecanismos que
componían la vida social y laboral de las clases adineradas. No se requería una
invitación previa –aunque solo se acudía si, un día, se había sido escogido
para siempre, y si dicha elección no había sido cancelada. Se sabía qué días se
recibía y, por tanto, qué días estaban ocupados en recibir o visitar
determinados salones. Las recepciones acontecían diariamente, cada salón
recibiendo una vez a la semana. La vida estaba regulada por dichas recepciones.
No era necesario una cita previa. Si se formaba parte del exclusivo núcleo de
elegidos, se acudía a la recepción sin avisar ni ser avisado, sabiendo que la
recepción tendría lugar, a quien se encontraría, y qué ocurriría. Se bebía, se
comía y se fumaba mientras se dialogaba en diversas estancias, unas más propias
de caballeros, otras para damas, si bien la señora de la casa –siempre la
señora- recibía a hombres y mujeres en un mismo espacio, antes de que se
formaran diversos grupos en función de intereses, amores y odios. Confeccionar
una agenda con personajes conocidos y atractivos, actualizándola regularmente
–dando de baja figuras caídas en desgracia y acogiendo a personas en ascenso,
bien vistas en un momento dado- constituía una tarea exigente, que implicaba
gusto, tacto y agudeza. Un salón “bien visto” –es decir, donde era conveniente
ser visto, y donde se podían encontrar las personas que era oportuno ver y que
tenían que ver que formaban parte del selecto grupo de invitados “habituales”-
era el centro de la vida social, económica, moral y política de la capital, de
un país.
Los espacios privados aristocráticos y burgueses se
organizaban, pues, en dos áreas: una zona enteramente privada –a la que algunos
invitados (familiares, preferidos y amantes) tenían acceso- y otra, compuesta
de varias estancias, en la que se “recibía”. Estas dos zonas estaban precedidas
por una entrada, que daba acceso a la zona de invitados o, por el contrario, se
erigía como un espacio inviolable, intransitable. Tanto la estructura palaciega como la de la
vivienda de la alta burguesía requerían la compleja articulación de espacios
privados y públicos, domésticos y sociales. Una casa urbana de la alta
burguesía se llamaba (y aún se denomina así), en París, un “hotel particular”.
Éste se diferenciaba del palacio por su carácter urbano. Estaba inserto en la trama
urbana. No poseía parques que lo rodearan, sino un patio de entrada y, en
ocasiones, un acotado jardín posterior entre muros. Los hoteles estaban
ocupados por una misma familia. El espacio se organizaba en función de la actividad
receptora de aquélla.
De ahí la necesidad de las antecámaras. Estas estancias, que
doblaban las domésticas o las salas de recepción, permitían filtrar las
visitas: eran salas de espera gracias a las que no solo se controlaba el flujo
de los invitados, sino que determinaba su familiaridad –y su rango social- en
función del tiempo de espera y, antes, de la posibilidad, severamente
controlada por la etiqueta de ir más allá de estas salas. Los rechazados o
quienes no gozaban de una gran reputación, aguardaban durante horas antes de
cruzar el umbral que daba acceso a estancias más privadas y recónditas. Las
antecámaras escenificaban la posición social de los invitados. Estas estancias,
por otra parte, eran necesarias ya que los espacios interiores carecían de
espacios de comunicación: pasillos y
corredores. La circulación por los palacios y los hoteles particulares
se realizaba a través de una sucesión de estancias; las antecámaras, así,
controlaban y pautaban el acceso e impedían que la circulación y la permanencia
se confundieran. No se recorrían las estancias –a las que se accedía para
detenerse- sino las antecámaras que controlaban el paso.
Durante años, los pisos tuvieron entradas. Estancias grandes
o diminutas, que se comunicaban, a través de una o varias puertas con un
pasillo que daba acceso a las estancias. Por pequeña que fuera, la entrada, que
también comunicaba con el descansillo. Éste era y es un espacio simbólicamente
complejo, pues pertenece a la comunidad y es cuidado por ésta, lo que significa
que no se trata de un lugar totalmente público, aunque también es el espacio
abocado a la puerta de entrada de la vivienda, y desde donde el visitante
negocia con los miembros de la familia, de pie en la entrada. La entrada formaba
parte del espacio privado de la vivienda, pero poseía un estatuto más ambiguo o
flexible. Era el espacio al que accedían quiénes no eran miembros de la
familia, y que, a menudo, no podían cruzar. Constituía tanto una frontera como
un espacio de encuentro e intercambio. Las cartas, los avisos, las
notificaciones, las entregas se negociaban en el umbral de la entrada. El
mobiliario anunciaba los gustos de los ocupantes, pero también estaba pensado
para los visitantes ocasionales a los que se negaba el acceso al corazón de la
vivienda. Un perchero, una mesita, una silla quizá, formaban parte del
mobiliario espartano, más práctico que bello, aunque la imagen que se quería
dar no estuviera descuidada. No obstante, las visitas señaladas eran
prontamente invitadas a cruzar la entrada –signo de que gozaba de la confianza
de la familia- y adentrarse por estancias más personalizadas e íntimas –la sala
de estar, habitualmente-.
La irrupción de los “lofts” –espacios industriales sin
compartimentos-, y la consideración de que la entrada tenía un regusto
retrógrado, llevaron a la disolución del espacio propio y reconocible de la
entrada. El derribo de tabiques permitía también dotar de mayor amplitud otras
estancias más privadas. La disminución de la superficie de los pisos fue otra
de las causas que condujo a prescindir de la entrada: ¿para qué un espacio
infrautilizado? Nadie vivía en una entrada. Se trataba de una zona de paso,
innecesaria. Algunas de las funciones practicadas en la entrada podían llevarse
a cabo en la cocina –americana o no-.
Pero, la entrada no era solo un espacio funcional –utilizado
o no como lugar de intercambio-, sino que también estaba dotado simbólicamente:
era una ventana que permitía el encuentro con el exterior; a través de la
entrada, la familia se protegía –la entrada era una barrera psicológica antes
que efectiva-, pero también se mostraba. No ponía todas las cartas en la mesa,
no se desnudaba y mostraba su “alma” o sus interioridades, pero dejaba entrever
quién era, qué espera, y cómo se comportaba. Algo de la vida privada se
desvelaba en la entrada, a modo de aviso y de anuncia a quienes se aventuraban
a asomarse al espacio familiar.
Y ahora es cuando nos acercamos a una torre de veintidós
plantas con un sinnúmero de pisos a los
que se accede a través de un descansillo de grandes proporciones. Las puertas
se hallan lejos de los ascensores metálicos y de la escalera. Una tierra de
nadie impersonal y muy amplia, de techo relativamente bajo –que las dimensiones
de la planta reducen aún más- tiene que
ser cruzada antes de tenerse ante la puerta de cada vivienda. La luz de neón,
las paredes estucadas blancas, el techo bajo, contribuyen al aspecto gélido de
la zona y el desasosiego. Un espacio para olvidar y sin embargo necesario.
Dados la superficie y el número de puertas a las que da acceso, podría tratarse
de un espacio comunitario, de una plaza interior. El adjetivo o el calificativo
de comunitario, en este caso, no se refiere solo a la propiedad (el espacio
pertenece a la comunidad de vecinos), sino al espíritu o la función que podría
cumplir. Se trata de un espacio donde la “comunidad” podría encontrarse antes
de adentrarse en su espacio personal y privado. Se trataría de un espacio de
encuentro e intercambio, y un lugar donde no solo se pasa sino en el que se
queda. Una zona para estar, en suma, que no requiere necesariamente el tránsito
hacia el espacio privado. Sería, así, un espacio al que se llega para estar, y
no solo un lugar que se cruza rápidamente, como si se quisiera olvidar. Mas no
es así. El carácter inhóspito del descansillo se impone. Es por eso que la
puerta de entrada de cada piso adquiere un carácter defensivo, impenetrable.
Tiene que defender el espacio privado del aspecto “ofensivo”, desagradable y
frio del descansillo. Debe interponerse, señalando que el espacio propio nada
tiene que ver con el descansillo. El descansillo es impersonal. Tierra de
nadie, nadie se ocupa ni lo ocupa, nadie se siente representado por él. Quizá
el aspecto agresivo –como el que posee un territorio enemigo, en el que no se
distinguen elementos amables ni conocidos, en el que nadie se ve reflejado y
acogido- explique la relación peculiar que cada vecino ha establecido con el
descansillo. Ha tratado, no tanto de hacérselo suyo –es imposible, amén de
ilegal, por la extensa superficie incontrolable-, cuanto de unirse a él,
considerándolo no como un terreno cuajado de minas, sino un espacio que invita
a ser transitado hasta la puerta del piso sin contratiempos “emocionales”:
dotando este espacio de rasgos o trazas humanas. Se ha tratado de “domesticar”
el descansillo; de relacionarlo al hogar, sin que ambos espacios se confundan,
sin embargo.
Bien se hubiera podido tratar la zona del descansillo
próxima a la puerta de entrada a cada piso como un desván, dejando los objetos
que no caben o no convienen en un piso: bicicletas, carritos de la compra,
cochecitos de bebé, etc. Sin embargo, esta consideración del descansillo como
un patio trasero, o un trastero, apenas acontece. Antes bien, el área cercana a
la puerta está cuidada. No está considerado ni utilizado como un guardarropa sino como una antesala. Cabría esperar
entonces que se dispusieran aquellos objetos propios de un espacio que media
entre el exterior y en interior, un paragüero por ejemplo (incluso un mueble
para dejar los zapatos, como ocurre en los países noruegos). La presencia de un
mueble tal estaría plenamente justificada. Útiles mojados o embarrados tienen
que dejarse ante el umbral. Pero, en este caso, dicho mobiliario no formaría
parte del interior de la casa. Sería propio de un espacio exterior aunque
cercano al hogar. Acogería todo aquello que, por razones higiénicas,
sentimentales o morales, no queremos que cruce el umbral. Por tanto, el
descansillo quedaría como el lugar que acoge todo lo que portamos cuando
llegamos pero no queremos que penetre en el espacio doméstico. No se trata de
enseres que no caben –como un cochecito- sino de muebles que deben hallarse en
el exterior, lo que no hace sino reforzar el aspecto recluido del hogar, amén
de acentuar la frontera entre el exterior y el interior. Recuerda a quien se
dispone a entrar que tiene que desprenderse de objetos o vestimentas, y de
revestirse de otra manera. La zona así se constituiría como un espacio de
tránsito: un lugar donde uno se prepara para acceder al santa sanctorum del hogar.
No se compone así una imagen de bienvenida. Primero se acoge
al invitado, luego se le “invita” a ponerse –y a sentirse- cómodo. Sacarse los
zapatos ante el umbral incomoda. Recuerda la sensación que se tiene cuando se
transita por un control de aeropuerto zapatos en mano, o en un hospital antes
de una inspección médica. Sugiere una fila de pacientes que aguardan. Se
produce una cierta sensación de estar desvalido. Quizá por este motivo, el área
del descansillo que rodea la puerta del piso ha sido tratada de modo muy
distinto. Está “tratada” –considerada, amueblada-, lo que puede sorprender.
Siendo el –o este- descansillo una zona pública, a la que tiene acceso
cualquier persona venida de la calle, ajena al hogar, bien podría permanecer
como una zona neutral. Pero se asemeja demasiado a un territorio hostil. Debe
ser entonces “humanizado” o acondicionado. Debe reflejar el respeto con el que
cada familia vive y se relaciona con el espacio. Tiene que mostrar que se
acepta al visitante, dejándole claro, al mismo tiempo, que no accederá al
interior de la vivienda necesariamente. La
superficie ocupada –el avance del espacio interior en el descansillo- no está
fijada ni regulada. Quizá ni siquiera sea legal. Pero tampoco tiene que ser
invisible. Por eso se dispone a lo largo de las paredes, en los tramos más
cercanos a la puerta de acceso al piso, y rodean la superficie que acota la
esterilla. Ésta, de gran tamaño, dibuja un espacio que ya no pertenece
propiamente al descansillo, aunque se halla aun ante la barrera de una puerta
cerrada. Los elementos que se disponen deben ser lo suficientemente personales
para revelar un gusto personal, pero al mismo tiempo adaptados al supuesto
gusto común. Útiles propios de prácticas o modos de vida muy personales no son
adecuados. Tampoco pueden ser útiles exclusivos o caros, si bien es conveniente
que se intuya que se han cuidado. Ni derroche ni rechazo. Ni útiles
impersonales ni excesivamente personalizados (aunque, en ocasiones, puedan
revelar más sobre el carácter o la función de lo que acontece detrás de la
puerta de lo esperable). Las plantas son
un recurso común. Plantas verdes, que requieren menos cuidados que las flores.
Éstas, que ocasionalmente sí se emplean, otorgan un carácter excesivamente
íntimo, expresan sentimientos que no conviene exponer en exceso. Las flores,
porque también no requieren cuidados especiales, suelen ser de tela o de
plástico. Se recogen en ramos dispuestos en jarrones colocados sobre mesillas.
El carácter hogareño de un ramo se contrapone al tono neutro o anónimo del
material: plástico o tela. Tiene que quedar claro que el habitante no vive solo
para cuidar las plantas de la entrada. Trabaja, tiene una vida plena, y las
flores son una señal de bienvenida relativamente anónima. Los desvelos que las
flores requieren se dedican, sin duda, a las plantas “de interiores”. Las
plantas de hoja perenne e intensamente verde evocan o simbolizan el espacio
exterior, lo que refuerza paradójicamente las cualidades de recogimiento del
hogar. Pero tampoco conviene que recuerden la selva. Son plantas en ocasiones
de gran tamaño, imágenes de una naturaleza domesticada, es decir cercana al ser
humano, que invitan al tránsito hacia un espacio de recogida. La evocación del mundo exterior o natural,
opuesto al recogimiento del hogar, también se realiza por medio de cuadros con
paisajes naturalistas montañosos, vistas que las ventanas encuadran desde el
interior. Estas imágenes parecen destacar la seguridad del hogar al que los
riscos no afectan, y contribuyen a aumentar la sensación de indefensión del ser
humano cuando se halla a la intemperie reforzando la impresión de protección
que, por el contrario, el hogar proporciona.
Si las plantas cumplen una doble y paradójica función,
evocan la naturaleza no domesticada pero también muestran la cercanía de un hogar,
configurando el descansillo en una antecámara, unos pocos muebles aumentan esta
sensación de cercanía de un espacio cerrado y protegido: unas pocas sillas, una
butaca de mimbre –propia de un jardín o una terraza-, una estantería, una
mesita, un baúl. Estos muebles y estos
enseres no se encuentran para atender a una función; no están por sí mismos
sino que, como en un decorado de teatro, simbolizan lugares o espacios. Las
sillas y las butacas no están dispuestas para ser usadas, sino para evocar el
descanso que una morada brinda. La silla está en el lugar de todas las sillas
de un hogar. Son un símbolo de una sala de estar. Los distintos objetos están
adosados a la pared, o bordean la esterilla. Configuran un decorado que quiere
evocar una estancia acogedora, las virtudes del hogar. Los muebles no son los
mejores, pues no están hechos para ser usados sino por la imagen que
despiertan. Sin embargo, en ocasiones, algunos muebles ostensiblemente
inesperados –un mueble lacado oriental, un ignoto mueble llamado “de diseño”-
advierte de los gustos singulares, quizá de la propia singularidad de los
ocupantes. Se trata de una señal de advertencia: si el visitante prosigue su
acercamiento no deberá sorprenderse de lo que encuentra. Lejos de invitar a
compartir unos gustos, dichos muebles son signos que detienen o hacen pensar,
al menos.
La configuración del decorado –una planta, unas sillas, una
consola, un cuadro-, con muebles y enseres que se pueden encontrar en cualquier
interior –o en cualquier espacio exterior (galería, terraza, balcón, jardín)
entendido como la prolongación de una estancia-, podría abrir el espacio
interior hacia el exterior, hacia el descansillo. Sin embargo, se trata de una
ilusión de interior; un escenario que, por contraste, refuerza la “verdad”, la
realidad del espacio interior. El carácter teatral de estos pequeños
“escenarios” está perfectamente recogido en las fotografías de José Hevia que
adoptan un punto de vista central y frontal, a fin que el telón de fondo se
despliegue ante los ojos. El visitante
ocasional ya no necesita penetrar en el interior del hogar; el escenario que se
abre ante la puerta cerrada da la ilusión que ya se está dentro. No es
necesario que se prosiga en el interior, pues ya se encuentra en una sala de
estar. Esta ilusión, en suma, protege al “verdadero” espacio interior que posee
una réplica tras el muro perimetral. Ya no cabe así contemplar el original.
Lejos de invitar a compartir los valores del hogar, estos pequeños escenarios
son unos sucedáneos que desmontan el deseo o la necesidad de cruzar el umbral.
Éstos son lo que los habitantes quieren compartir; y lo que ofrecen son
imágenes, escenarios ilusorios. Los visitantes son invitados a comportarse
como si ya estuvieran en un hogar. Deben “bajar las armas” y “sacarse el
sombrero”; hablar en voz baja y mesurar gestos y palabras. La violencia que se
encuentra latentemente en el exterior queda desarticulada. Las reglas que
imperan ahora son las propias de la etiqueta del hogar. Éste queda así a salvo.
Ya no corre el peligro de ser invadido; pues a los invasores se les recibe en
un remedo de interior, dotado con todos los símbolos del hogar estable –sillas,
butacas, alfombras y plantas, junto con cuadros que evocan el mundo imaginario,
el sueño, que solo se activa cuando uno se siente seguro, bajo techo-, se les agracia en un decorado. Estando
rodeado de símbolos y valores del hogar, sería de mal gusto, improcedente,
impertinente, fuera de “lugar”, querer adentrarse en el hogar. La ficción protege la verdad del espacio
propio.
En resumen, la existencia de antecámaras en las casas nobles
y de la alta burguesía, hasta finales del siglo XIX, revela que son necesarios
espacios que median entre lo público y lo privado, lo doméstico y lo urbano.
Esta función la cumplen, hoy en día, las entradas de los pisos. Sin embargo, no
siempre se dan en pisos pequeños o en tipologías industriales. En el caso
presente, los pisos poseen entradas, ciertamente, pero el descansillo –en el
que sí se descansa, en este sitio-, que matiza aun más la transición entre lo
público y lo privado, y pauta de manera más graduada el salto entre el exterior
y el mundo interior del hogar, constituye un páramo que debe ser domesticado, a
fin de acercarnos pausadamente al interior de las viviendas. Los umbrales han
sido, así, decorados. Se han convertido
en imágenes de salas de estar. Pero se trata, en verdad, de escenarios. Nadie
puede realmente estar o morar en estos espacios. Son una ilusión de espacio
doméstico que, paradójicamente, contribuyen, no a mediar entre lo público y lo
privado, sino a marcar nítidas diferencias entre lo privado y su imagen
ilusoria. Queda claro que el espacio doméstico es distinto del espacio que estas
imágenes constituyen. Las imágenes son ficticias: amables escenografías. Por el
contrario, el espacio doméstico, replegado sobre si mismo, posee una verdad que
solo conocen y a la que llegan solo quienes moran allí. Estas áreas de
transición, en suma, no median, sino que cierran, contribuyendo a la clausura
de los espacios domésticos, pese a la imagen de apertura que manifiestan.
Defender la interioridad, el carácter íntimo y personal del espacio, mediante
su aparente apertura. Una paradoja que dice mucho sobre los valores del hogar,
sobre lo que se muestra y se oculta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario