Contrariamente a la creencia popular más común, los países del Próximo Oriente de religión hebrea y musulmana no comen cerdo porque desde la antigüedad se pensaba, con razón, que al ser animales omnívoros y comer basura incluso, su consumo no era aconsejable o apto para los humanos.
Estudios recientes demuestran que esa afirmación es cierta siempre que las estadísticas no se remonten más allá del tercer milenio antes de Cristo cuando el número de cabezas de cerdos era muy superior -el doble- al de corderos, lo que demuestra que el consumo de carne de cerdo era habitual.
¿Acaso fueron advertencias religiosas o sanitarias las que llevaron al brusco descenso de la ganadería porcina?
No parece que así sea.
Estudios comparativos que tienen en cuenta la actividad económica en la Edad de Bronce sugieren que el súbito crecimiento de los rebaños de ovejas corrió de parejo con el descenso de los rebaños de cerdos.
Esta inversión coincide con la creciente actividad textil y la exportación cada vez más intensa y a regiones más lejanas de tejidos de lana.
Los rebaños de ovejas crecieron precisamente debido a la lana que aportaban y al número de talleres textiles -junto con la importación y la fabricación local de colorantes.
La riqueza que proporcionaba la industria textil determinó la estratificación social. Los ganaderos -con talleres textiles- ganaban mucho más -y más prestigio- que quienes poseían ganadería porcina.
Pronto, ricos y socialmente privilegiados fueron los dueños de rebaños de ovejas; pobres, en cambio, quienes se aferraron a la ganadería porcina o quienes no tuvieron acceso a la ganadería ovejera y a la creación de talleres textiles.
Criar cerdos, y comer carne de cerdo, pareció traer mala suerte. Pronto, quienes ingerían carne de cerdo fueron considerados unos apestados.
La religión acabó validando esta evidencia.
Resumen de la brillante y sugerente ponencia del historiador y arqueólogo Gil Stein ayer por la tarde en el congreso anual de la ASOR en Boston.
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