Comentamos, hace semanas, que las máscaras de carnaval venecianas se originaron a partir de las máscaras que los médicos portaban cuando una devastadora epidemia de peste.
El sentido de máscaras y mascarillas, pese a la relación, siquiera de palabra, que mantienen, es muy distinto.
Una máscara nos oculta. Oculta nuestro rostro. Lo ensombrece, lo roba, lo hace desaparecer, sustituyéndolo por otro rostro. Dada la relación entre un ser y el rostro, si es cierto que el rostro deja traslucir el -nuestro- interior, y revela lo que "realmente" somos y pensamos, una máscara nos neutraliza o nos "mata" -el tiempo de una fiesta- para que otro ser se apodere de nosotros. La máscara nos convierte en el títere de un personaje que representamos: que se encarna allí donde portando la máscara, somo lo que ella tiene a bien metamorfosearnos. La máscara tiene que ver con la muerte. Desaparecemos para que aparezca a quien representamos. Ya no somos nosotros. Nuestra identidad se diluye. Somos "otro", lo que querríamos ser, en sueños, y que solo alcanzamos a ser plenamente durante las horas o los días del carnaval. La máscara nos abre a otro mundo, exhibe el ser en que nos hemos convertido, que vive gracias a nosotros, a nuestra costa. Y mientras este personaje vive nosotros pasamos desapercibidos. La máscara esconde nuestro rostro para sustituirlo por otro que se convierte en el centro de atención, hacia el que convergen todas las miradas.
La mascarilla, por el contrario, lucha por preservarnos. No nos lleva a otro mundo; nos ancla en éste. No nos esconde el rostro para dotarnos de una nueva faz, una personalidad distinta, sino que nos cierra al mundo. Una mascarilla es una puerta cerrada, un puente levadizo alzado. La mascarilla nos aísla, impidiéndonos cualquier contacto. Nos pone en sordina, nos concede un perfil bajo. La mascarilla quiere que sigamos siendo lo que éramos y somos, y por eso, debe apartarnos, haciéndonos invisibles; ya casi ningún rasgo del rostro se percibe, rasgo que ningún otro sustituye. La mascarilla nos convierte en una sombra; somos la sombra de lo que éramos. Caminamos discretamente sin que nadie nos reconozca. No podemos vernos a los ojos de los demás. Nadie nos dice lo que somos, quieren somos. La mascarilla es una pantalla en blanco; nos quedamos en blanco, sin personalidad, el rostro borrado.
Máscara y mascarilla, sin embargo, coinciden cuando, el rostro desfigurado, tras una enfermedad degenerativa, o un atentado, quedamos tan desfigurados -como ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, y como ocurre con mujeres con el rostro arrasado por ácido lanzado a la cara- que necesitamos al mismo tiempo esconder lo que no se puede ver, cuya visión es insoportable, con un nuevo rostro, que no nos convierte en un nuevo ser, sino en lo que fuimos, intentamos volver a ser -lo que no seremos sin duda-, lo que pasa por dotarse de un nuevo rostro, para que nos vuelvan a mirar y reconocer. La máscara, en este caso, es el único recurso para volver a ser (un centro de atención), para recibir las atenciones, los cuidados de los demás.
Hoy portamos mascarillas. Esperemos que no se transformen en máscaras.
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Gracias por esta reflexión, que clarifica algo sobre lo que andaba pensando sobre estos dos objetos y la conversión mutua.
ResponderEliminarApunto, junto al anonimato que señala sobre las mascarillas, mi apreciación al andar por la calle, de sentirlas como mordazas. Es decir, la cercanía visual entre la mascarilla y la mordaza.
Un saludo
¡Cuánta razón tiene!
EliminarAyer mismo, al caminar con una mascarilla médica, con dificultades para respirar, pensaba en un bozal; una mordaza es una imagen o una comparación más poderosa.
Muchas gracias