Fotografías, Jaume Riba, Andorra
Texto y fotografías para una publicación La primera piedra, sobre construcciones de piedra seca, de la Fundación CalPal, de Andorra
Agradecimientos a Natàlia Chocarro y la Fundación Vila Casas
Las piedras y los humanos estamos íntimamente relacionados.
Somos de barro, sin duda; así lo cuentan los mitos. Entre el humus y el hombre
existe una perfecta simbiosis; el hombre es barro modelado. El barro es cálido
y dúctil; se deja conformar. Mitos griegos y mesopotámicos cuentan que los
dioses, Prometeo (en Grecia y en Roma) o Enki (en Mesopotamia) tomaron un
puñado de barro, modelador figuritas que introdujeron en el vientre de la diosa
madre quien los alumbró al cabo de nueve meses, unas criaturas que otros dioses
animaron, dotándolas de espíritu. Pero el barro no retiene la forma modelada si
no se cuece a alta temperatura; el barro es informe; retorna a su condición
primigenia cuando no se endurece. El mito mesopotámico del diluvio narra que,
cuando los dioses abrieron las compuertas del cielo, los seres humanos se
asemejaron a peces flotando muertos en la superficie de las aguas que subían de
nivel, antes de disolverse lentamente y desaparecer dejando tan solo un leve y
turbio rastro. Si somos mortales es precisamente porque somos seres de barrio.
¿Qué ocurre entonces con la piedra? Existen seres
privilegiados tallados en piedra? Las
cualidades táctiles de la piedra son opuestas a las del barro. La piedra es
dura y fría. Una vez tallada, los rasgos son casi imborrables. La piedra no se
amolda. Se asemeja a una osamenta. Por eso las estatuas funerarias, en la
antigüedad, se tallaban en piedra o mármol. Las figuras, por altas y esbeltas
que fueran, poseían la rigidez, la frialdad y la mudez de los muertos. Parecían
haber quedado, de pronto, petrificadas, el movimiento, evocado por unas rígidas
piernas abiertas, como si la figura estuviera caminando, súbitamente congelado.
La piedra pertenece al mundo de los muertos. Los evoca bien. ¿Es ésta nuestra relación con las piedras?
Tras el diluvio, los supervivientes, los héroes griegos Pirra
y Deucalíon, se lamentaban temerosos y lloraban. Eran los únicos seres vivos en
la tierra. La humanidad había sido barrida. Se sentían desamparados. La
superficie de la tierra estaba desolada, yerma. Las aguas, que refluían, aún
acechaban. Imploraron a los dioses a fin de rogarles que no los abandonaran.
Pirra y Deucalión, sin embargo, no eran unos humanos cualesquiera. En verdad,
eran dioses o semidioses. Mientras que Pirra era hija de Epimeteo, hermano del
dios Prometeo que, precisamente había modelado con barro a los primeros
humanos, ahora barridos por las aguas, Deucalión era hijo de Prometeo. Pirra y
Deucalión eran primos, y también una pareja. La diosa de la tierra, Temis,
diosa de la justicia divina y del orden natural, gracias a cuyos edictos el
mundo no había desaparecido sepultado, escuchó sus plegarias. Y les respondió.
Su respuesta, sin embargo, que debiera echar luz sobre una situación insostenible
–la soledad eterna- y portar un remedio, era tan enigmática que Pirra y
Deucalión se sumieron en la desesperación. No sabían interpretar las palabras
de la diosa y, por tanto, seguían estando solos en la tierra, sin visos de
hallar con quien comunicar. La diosa les
contó que debían coger los huesos de su madre y lanzarlos de espaldas, por
encima de los hombres. El desconcierto de Pirra y Deucalión era previsible. Sin
embargo, tras días de reflexión, Deucalión halló la solución. Su madre era la
diosa madre de dónde proceden todos los seres; madre nutricia, de la que nacen
y hacia la que retornan todos los seres vivos; madre acogedora que protege y recoge,
que anima y consuela. Sus huesos, obviamente, eran los riscos. Pirra y
Deucalión tenían, pues, que recoger piedras del suelo y proyectarlas, sin mirar,
por encima de sus espaldas. En cuanto las piedras tocaban la tierra de nuevo y
se hundían en el limo, de las profundidades emergían soldados armados; adultos
listos para el combate; los primeros defensores de la primera comunidad. Las piedras, cobrando vida, se habían
humanizado.
La piedra es, así, consustancial con el ser humano. Es su
fundamento, su estructura, recubierta por una imagen mórbida, dúctil y cálida,
hecha de barro. La piedra, empero, preserva el recuerdos de los hombres. Cuando
éstos exhalan el último suspiro y se esfuman quedan sus “huesos”, la efigie tallada
en una estatua (funeraria) que, en Grecia, indicada dónde se hallaba la tumba
del difunto e invitaba a los paseantes a tenerlo en sus oraciones, a
recordarlo.
La estatua mantenía los rasgos del difunto, endurecidos,
imborrables, inmunes al tiempo. Las estatuas de piedra son mortales inmortalizados,
que vencen al tiempo. La piedra es el medio o la materia gracias a la cual los hombres
devienen dioses –y reciben ofrendas y plegarias.
Tal es la estrecha relación entre el hombre y la piedra que
no debería sorprendernos que las primeras construcciones, las construcciones
primigenias, inmunes al vaivén de las modas y los estilos, estuvieran alzadas
con piedras. Piedras no talladas sino tan solo recogidas del suelo; cantos rodados,
bloques, que no sillares, tan solo desplazados en el suelo, amontonados,
encajados certeramente como en una pira.
Es cierto que los primeros templos en Delfos –Delfos significa
matriz, y era considerado el ombligo del mundo: ónfalo (ombligo, en griego) era
precisamente el nombre de una piedra abovedada, apoyada directamente en el
suelo, en el centro del templo de Apolo, y que marcaba el centro del mundo y
designaba el vientre grávido de la diosa madre; Delfos era un centro vital- se
construyeron con ramas de laurel, arrancadas de Dafne -cuya metamorfosis en
laurel evitó que fuera violada por el dios de Delfos, Apolo, que la perseguía-,
incluso con cera de abeja y plumas de pájaro. Templos ligeros, aéreos; apenas
aguantaron. Pronto fueron sustituidos por un templo de bronce, que se fundió
tras un incendio –aunque el historiador romano Pausanias dudaba que este templo
hubiera existido dado el carácter marcial del bronce, con el que se forjaban
armas de combate-, y por fin, de piedra. Templo que perduraría: aún se yergue,
maltrecho pero orgulloso, a la sombra de la vertiginosa roca de Castalia.
La piedra fue el primer
material de construcción adecuado; adecuado para la casa de los dioses y
de los hombres. Se trata de un material difícil de manejar. Los bloques
requieren una fuerza hercúlea para alzarlos y desplazarlos. Sin embargo, los
bloques más pesados de piedra pueden levitar al son de la música. Es así como
los héroes gemelos Zeto y Anfión, hijos de Zeus, construyeron la muralla de la
ciudad de Tebas. Mientras Anfión tocaba la lira que el dios Hermes le había
regalado, las piedras se levantaban y Anfión, con un dedo tan solo las dirigía hacia
la muralla en obras donde por se disponían por sí mismas. Las piedras no eran
burdos, insensibles materiales.
Las formas mismas que las piedras construían –y construyen
todavía hoy- eran un prodigio. Así como los volúmenes ofrecían un cobijo
seguro, un lugar donde recogerse, las imágenes que evocaban también estaban
ligadas a la vida. Las construcciones están enraizadas en la tierra. Se levantan
con los “huesos de la tierra”. Un mismo material recorre la tierra y lo que se
alza sobre ella. Líquenes pardos que tapizan las piedras de las construcciones las
funden aún más con las piedras que permanecen en la tierra. Apenas caben
diferencias entre el plano y el volumen: tan solo la disposición de las
piedras, dispersas, en un caso; ordenadas, prietas, encastadas unas contra
otros, insertándose en intersticios –como muestras las fotografías de Jaume Riba-,
subordinadas a una forma común que contribuyen a alzar, en otro. El orden de
las piedras revela un ordenamiento del territorio; una imagen mental ha guiado
la disposición de las piedras cuya conjunción también denota la mano hábil del
hombre. Esta construcción tan sencilla, que se desmarca del entorno, es ya el
signo de una mente que compone el mundo. Pero al mismo tiempo esta construcción
permite que el ser humano se adapte al mundo, se acurruque en él. La cabaña de
piedra habilita el mundo; lo convierte en un lugar en el que se puede morar. El
volumen se asemeja a una hinchazón. La evocación de un vientre grávido es casi
demasiado evidente; mas es cierta. Las construcciones de piedra seca, tanto de
planta vagamente circular como cuadrada, remiten a dos modelos antitéticos: el
vientre materno, apegado a la tierra, y la bóveda celeste, que constituye un
cielo que envuelve a quien se guarece en la construcción. La palabra bóveda o cúpula parece extraña
antes estas agazapadas pequeñas construcciones que apenas se levantan del
suelo. Son volúmenes tersos, henchidos, depositados en lo alto de los
edificios, alcanzables tan solo con la vista. Apuntan, se adentran incluso en
el empíreo del que son una imagen o un doble: un cielo quizá más cercano. Las
cúpulas parecen estar compuestas por telas tensadas, por delgadas membranas,
lejos de la tosquedad pesante de las piedras. Pero las palabras cúpula y cuba
tienen la misma raíz. Una cuba es un recipiente, una hondonada receptora,
acogedora. Se asemeja a una cuna o a una tumba. Está enterrada; constituye una
despensa, una fuente de alimentos. La cúpula, entendida como una hinchazón,
expresa la respiración de la tierra que se alza y se encoge. Las cúpulas de piedra deben de apoyarse
directamente sobre la tierra. Recordemos que el ónfalo de Delfos, en forma de
cúpula maciza, era una piedra pulida depositada en la tierra, en conexión con
el mundo subterráneo, de dónde brota la vida y al que ésta retorna en el ocaso,
y apuntando hacia el cielo.
Las cabañas parecen construcciones primitivas; como si
constituyeran el origen de la arquitectura, una obra en la que aún se percibe
el trabajo manual, el esfuerzo por hallar el lugar que corresponde a cada
piedra. Mas esta obra no es la primera. Antes, se levantaron muros de piedra.
El muro es ya una construcción; revela un gesto “arquitectónico”, fruto de una
selección y un juego con un material. Los muretes que Jaume Riba retrata recorren
los campos y se adaptan al movimiento ondulante de los mismos. Son, al igual
que las cabañas, obras de baja altura (aunque “elevadas”). Pero son perfectamente
reconocibles. Un muro expresa bien cómo el hombre ha tomado las medidas del
mundo. La línea trazada, que sube y baja, juega con la topografía pero también denota
qué y cómo el ser humano se ha hecho con el entorno. Hasta entonces, el espacio
carecía de directrices. Se expandía de manera indiferenciada en todas direcciones.
Éstas aún no existían. Era imposible orientarse. El ser humano podía perderse
fácilmente. Ninguna línea le mostraba el camino a seguir. Los pasos eran pasos
en falso. ¿Por qué escoger una dirección en vez de otra? Los muretes de piedra –los
muros vegetales no duran una vida, y pronto se confunden con el entorno- estructuran
el espacio, pero también lo dividen. Los muros se orientan y señalan en una
dirección. Pero desde que se construyen, quedamos a un lado u otro del muro,
que no podemos cruzar. La multitud de posibles caminos que se podían dar –tantos
que nos sentíamos incapaces de saber por dónde ir- se han reducido a una
dirección única. Un muro también es una frontera. Pero los muretes de piedra no
son murallas. Aunque no se puedan sortear, permiten ver qué ocurre “del otro lado”
y darse la mano, evitando así la definitiva partición del espacio en lo que me
pertenece y del que el otro queda excluido. Un murete abole las fronteras que
los muros alzan, en verdad. Un murete es una construcción horizontal que se
acopla a los vaivenes de la tierra y que orienta sin discriminar. Es el fruto
de una amplitud de miras, de un gesto generoso que reconoce la existencia del
otro del que, por respeto, me aparto ligeramente, dejando un murete de por
medio, para que pueda vivir sin la hostil presión de quién está demasiado
cerca, casi al acecho.
Las piedras de los muros presentan cierto juego entre ellas.
La construcción con piedra seca –así se denomina este tipo de proceder- permite
que las piedras, que ninguna argamasa retiene, puedan “respirar”. También
pueden retornar a la tierra. Las construcciones de piedra se asemejan a veces a
yacimientos arqueológicos, piedras aún levantadas sobre piedras ya caídas, dispersadas.
Sin embargo, la vista de los restos no suscita ninguna tristeza. No son
construcciones abandonadas ni destruidas, sino obras que regresan a un estadio
anterior, originario, aún no alterado por el hombre. En verdad, la construcción
arranca las piedras de su sitio y las fuerza a cohabitar con otras que le son
ajenas. La disposición, la ubicación no es la que tenían en “su origen”. Mas el
tiempo las devuelve a su sitio. Lentamente los muros se desdibujan y las
construcciones, que poco a poco la maleza recubre, se encogen. Las
construcciones dejan de tener sentido. La mano del hombre ya no es más que un
recuerdo –que la fotografía rescata, por última vez.
Barcelona, julio de 2020
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