1.- ¿Por qué ir de visita a museos –cuando casi todas las obras
están a una tecla de nuestro alcance, cuando la miríada de imágenes que se
asoman a nuestras pantallas pueden parecernos más atractivas o intrigantes que
las obras -a veces fuera del tiempo, nuestras preocupaciones o intereses,
relucientes o polvorientas-, que los museos atesoran y exhiben? ¿Qué interés
puede tener esta experiencia? ¿Causa placer o desánimo? Los objetos, muertos o
mudos, perdurables o perecederos, desconectados de las culturas y razones a los
que atendían, expuestos a nuestra contemplación ¿tienen (aún) algo que
contarnos?
Obras que no son necesariamente de nuestro tiempo, antiguas
o arqueológicas. Las obras siempre se relacionan con el tiempo, tiempo pasado,
aunque sean de ayer mismo, y aunque anuncien el futuro; son visiones del futuro
que se tuvieron ayer. Los hombres somos mortales; las obras –pese a que han
sido creadas por humanos y que retratan a humanos o a vanos sueños humanos,
creencias ilusorias en seres que no existen, dioses y héroes- perduran. Apenas
pasa un día desde su creación, son ya testimonios de un tiempo pasado. Gracias
a la relación con las obras, nuestros sentidos se prolongan en el tiempo, se
adentran en el pasado, cortocircuitan el paso del tiempo, y nos proyectan en el
pasado –el ayer, tan solo, incluso-, de modo que el paso del tiempo ya no nos
afecta: es decir, la relación con las obras de arte nos hace inmunes a la
segadora del tiempo, nos convierte en inmortales.
“Si se me diese siquiera el tiempo suficiente para realizar
mi obra, lo primero que haría sería describir en ella a los hombres ocupando un
lugar sumamente grande (aunque para ello hubieran de parecer seres
monstruosos), comparado con el muy restringido qu se les asigna en el espacio,
un lugar, por el contrario, prolongado sin límite en el Tiempo, puesto que,
como gigantes sumergidos en los años, lindan simultáneamente con épocas tan
distantes, entre las cuales vinieron a situarse tantos días” (Marcel Proust: El tiempo recuperado)
2.- La visita a un museo nos traslada a otros mundos, reales o imaginarios, pero distintos, mundos que son una versión mejorada, empeorada, si cabe, o deformada del mundo en el que vivimos. El museo aparece así como un receptáculo que acoge esperanzas y temores; nos saca de nuestra rutina, y nos transporta, para elevarnos o rebajarnos, mostrándonos lo que nos espera, para bien o para mal, mundo que no es sino un reflejo del que nos hemos creado.
2.- La visita a un museo nos traslada a otros mundos, reales o imaginarios, pero distintos, mundos que son una versión mejorada, empeorada, si cabe, o deformada del mundo en el que vivimos. El museo aparece así como un receptáculo que acoge esperanzas y temores; nos saca de nuestra rutina, y nos transporta, para elevarnos o rebajarnos, mostrándonos lo que nos espera, para bien o para mal, mundo que no es sino un reflejo del que nos hemos creado.
Un museo no es un paraíso artificial, un
engaño, no ofrece un “mero” entretenimiento –aunque entretener sea una
actividad noble, que no nos embrutece o envilece, como pensaba Platón, sino que
nos mantiene alerta y da qué pensar, como el mismo Platón, paradójicamente practicaba
recurriendo a mitos, fábulas y estructuras de comedias, basadas en la vida
cotidiana (un paseo, un encuentro, un banquete) para ayudarnos a darnos cuenta
de las paradojas de la vida, para que no demos nada por sentado; la visita no
es una huida, un recurso fácil para no afrontar problemas, o el simple
aburrimiento o la desidia, sino que se aproxima más a un retiro “espiritual” o
conventual; un alto en el camino. Antes de volver al mundo con otra mirada, y
objetivos distintos. Un museo no ofrece soluciones; no es un depósito de
consuelos o modelos, sino que, a través del contacto sensible con esos otros
mundos que nos ofrece, como en un espejo, descubrimos, reflejados, qué o quiénes
somos, y dónde nos encontramos. Un museo nos ayuda a ver mejor el mundo, y a
saber qué podemos esperar de él. De algún modo, la visita a un museo se asemeja
a la experiencia de asistir a una tragedia, según la observación de
Aristóteles. No nos abre las puertas a un mundo vano puesto que ilusorio, sino
que nos previene y nos prepara para lo que nos encontremos cuando tomemos la salida
del teatro o del museo. Entre el teatro y el convento se encuentra el museo. No
se sale de él con el mismo ánimo con el que hemos entrado. Es cierto que ciertas imágenes, desde un
retrato a un videojuego, turban y pueden provocar una pérdida de rumbo, y hubo
quienes, como Dorian Grey, se volvieron asesinos tras el contacto con una obra.
Las obras, y los museos que atesoran obras, pueden condicionar, para bien o
para mal, nuestra vida, incluso momentáneamente. Pueden constituir una
revelación o causar ceguera. O causar hastío e irritación. Pero nuestra mirada,
y nuestra reacción ante el mundo, cuando volvamos a él, quizá ya no sea la
misma. Meditada o instintiva, la máquina del museo nos habrá cambiado, y habrá
cambiado el mundo que depende de cómo lo juzguemos y de cómo actuemos en él.
3.- Un museo transmite determinados valores, criterios y prejuicios. Exalta determinadas obras, artistas y conceptos en detrimento de otros. Selecciona y discrimina. Algunos artistas, algunas obras nunca entrarán en los museos porque no casan con los valores que un museo quiere impartir o defender. Un museo es una institución, por lo que es una máquina que forma, deforma y controla maneras de actuar y de pensar. Puede ser una guía o una vía única de la que no se puede salir, un centro vital o un cementerio; sin duda, ambas cosas. Pero los mundos ideales, cuya existencia muestra el museo y de cuya existencia nos advierte y nos previene, no son de este mundo. Un museo, por tanto, puede embotar pero también azuzar nuestra criterio, y prepararnos, para desesperanza nuestra, pero también abriéndonos los ojos -un museo es un activador de los sentidos, sobre todo de la vista- para lo que nos espera, que no es mi puede ser el cielo.
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