La expresión prestar atención, en español, puede quizá ser interpretada de un modo particular por los catalanohablantes. En efecto parar atenció significa, ciertamente reparar, es decir volver a detenerse, no pasar de largo, pero el sentido más habitual es el que, en español, se traduce, en verdad, por estar atento. Tener cuidado, evitar cualquier sorpresa, que es lo que pretendemos cuando estamos atentos, tensos para abortar cualquier daño y obviar un obstáculo, sin embargo, es el efecto contrario que se persigue cuando se presta atención, dado que, en este caso, la sorpresa es bienvenida. De hecho, buscamos bajar las armas y dejarnos ir para que lo inesperado nos alcance.
Podemos intuir el significado de prestar tan solo “prestando atención” al verbo. Deriva del latín praestare, que contiene el verbo estar. Prestar es estar presto: fijo, de pie en un sitio. Quieto, seguro de donde nos hallamos, en medio de un lugar que nos inspira confianza. Esta tranquilidad viene dada por el lugar y por lo que tenemos delante: un ente hacia el que tendemos, atraídos por él. Adtendere, en latín, significa tender hacia un objeto o un lugar. Lo que se encuentra ante nosotros nos llama la atención. Dirigimos nuestros esfuerzos y desvelos hacia dicho ente, con los ojos bien abiertos, los sentidos despiertos por lo que nos atrae.
Prestar atención conlleva olvidarse del mundo habitual, fascinados por un ser o un ente, por el mundo que encierra y nos brinda. No cabe amenaza, sino una apertura de miras; un beneficio que nos enriquece y nos colma.
Mas, prestar no es dar o conceder para siempre. La prestación, el préstamo es un acto de generosidad hacia quien tiene una deuda. Desinteresadamente, lo transmitimos lo que le hace falta. Pero, esperamos -y estamos seguros que así acontecerá- que lo que brindamos, algo de lo que nos desprendemos, nos será devuelto (cuenco sea posible), sin que sea necesario que recordemos la deuda contraída. Una deuda que se salda sin que exijamos ningún interés. Un préstamo sin interés es una cesión temporal que beneficia, física y espiritualmente a ambos bandos.
Así que la atención que prestamos a una obra nos es devuelta por ésta. La obra nos hace sentirnos bien. Nos damos cuenta que se fija en nosotros y nos mira. Da sentido a nuestra vida. Forma ya parte de ésta. Entre en nuestro entorno. Nos acompaña. Y su pérdida se siente como un daño que nos afecta. A partir de entonces, nos podemos sentirnos desvalidos, a la intemperie, a merced de cualquier mal.
La atención prestada nos liga a una obra que responde por nosotros. Nos sentimos legítimamente orgullosos que decida estar con nosotros. Gracias a nuestra atención el objeto ha cobrado vida. No era nada. Desde que atendemos a lo que muestra, deja de ser un ente gratuito, innecesario, prescindible, sin nada que decir. Le hemos permitido dirigirnos la palabra y le hemos escuchado. Y sus palabras nos han llenado de gozo o de inquietud, nos han abierto los ojos sobre el mundo o sobre nosotros, revelándonos aspectos de nosotros y de lo que nos rodea que nunca hubiéramos descubierto.
Pero la revelación solo acontece si no estamos sobre aviso. Pues entonces, lo que la obra tiene a bien decirnos no nos llega. Hacemos oídos sordos, y nos negamos mirarla. No queremos “saber” (nada de ella y de sus contenidos). Por lo que nuestro mundo se encoge, encogiéndonos con él.
Prestar atención, o teorizar, nos abre al mundo, revelándonos la otra u otras caras de la realidad que desconocemos u obviamos cuando estamos atentos a lo que viene para que no nos tome por sorpresa, sin prestar atención, para que nada nos sorprenda, y vivamos recluidos en nuestras creencias, en nuestros prejuicios, creyéndonos a salvo. Para que nada nos afecte y nos perturbe.
El juicio estético, que emitimos cuando atendemos al mundo, consiste, tan solo, en acallar prejuicios para poder evaluar o enjuiciar razonada y sensiblemente el mundo; un mundo de cuya existencia somos conscientes, pero con el que hemos evitado, hasta entonces, tener tratos y estar en deuda con él; un mundo que se nos despliega, de pronto, ante nosotros, y nos muestra lo que nos hemos perdido hasta este momento, perdidos, recluidos en un entorno muy pequeño, empequeñecidos.
La atención prestada nos engrandece sensible y éticamente, mostrándonos un universo más complejo, con luces y sombras, de lo que creíamos y en el que queríamos acurrucarnos para no ver, oír y sentir, ciegos, muertos ante y en él. La obra de arte nos extrae de nuestro letargo. No siempre estamos dispuestos o preparados para semejante descubrimiento. Pasar la página, cómo cambiar de lugar, provoca incertidumbre, o inquietud.
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