sábado, 13 de septiembre de 2025

El lugar de la escalera en el arte y en la vida



 

Los templos, los dioses, los monarcas que se consideran dioses no pisan la tierra. Perderían su condición sobrenatural o inmortal (el corrector de texto, inesperadamente, se aferra a una corrección y anota, una y otra vez, la palabra inmoral)  si entraran en contacto con la materia. Devendrían mortales, perderían su condición para siempre, que les faculta para oponerse y vencer al tiempo.
Se muestran en el mundo visible, desde luego. Aparecen y se exponen. Pero desde cierta distancia. Mas precisamente, a cierta altura. Unos escalones se insertan para evitarles el mortal contacto con el suelo.

Las escaleras cumplen una doble  y contradictoria función. Ponen en relación y unen espacios, planos, estratos desconectados, separados, permitiendo, al menos a ciertas personas, ascender hasta niveles inalcanzables, o descender donde no deberían so pena de caer. La presentación de la virgen María en el templo de Jerusalén, o la primera aparición pública de Jesús acontecieron en lo alto de una escalinata. Ésta les permitió elevarse, signo de que eran humanos y no lo eran, y mostrarse. La escalera les permitió mantenerse aparte todo y revelarse.
Mas, simultáneamente, las escaleras separan. No todos pueden recorrerlas. Constituyen un obstáculo -que las agotadoras leyes actuales abolen en favor de las rampas interminables, que alejan aún más lo que debería acercarse. El largo y penoso ascenso por una rampa, como bien Dante describió en La Comedia, lleva a la fatiga, al agotamiento a quien emprende el camino, que cae exhausto a los pies de quien le espera en lo alto, manifestando así su inferior condición que la rampa interminable le ha hecho sentir. La escalera, en cambio, sortea rápidamente el desnivel físico y social.
 Pero no todos pueden abordar este viaje. La rampa iguala en la mediocridad: todos ascienden cansinamente, arrastrando lo pies. La escalera eleva al momento, pero solo a quienes se ven con fuerzas de emprender la ascensión.
Gastón Bachelard observó que aunque pareciera que las escaleras se recorren indistintamente en ambas direcciones, lo cierto es que existen escaleras ascendentes, que llevan a la luz, y otras que se adentran en las profundidades y encogen el ánimo. Nuestra visión del mundo está marcada por las imágenes que una escalera suscita. Subir eleva no solo físicamente sino que alza el ánimo y llena de gozo. El descenso, por el contrario, es ya un anticipo de la caída final.
La escalera, en suma, es el elemento arquitectónico que estructura y da sentido a la vida. Y la simboliza. Marca y pauta las etapas de la vida. El joven siempre se ubica ante la escalera, levanta la vista, y se siente con fuerzas de emprender un ascenso, marcado por descansillos, que, a medida de la elevación, invitan a una parada cada vez más larga, hasta que, alcanzada la cumbre, y descubriendo la vertiginosa escalera a nuestros pies, solo cabe emprender temerosamente el descenso, que querríamos lento pero que queda a merced de una caída sin retorno. 
Sin las denostadas escaleras , la vida sería plana. Es decir, no se avanzaría. No cabrían objetivos que alcanzar y obstáculos que debiéramos sortear sin miedo.






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