martes, 8 de enero de 2013

YAHVÉ, ARQUITECTO (O ¿QUIÉN HA COLOCADO LA PIEDRA ANGULAR?)


En las culturas antiguas, el universo fue engendrado -o modulado- por una o una divinidades principales, normalmente masculinas, si bien, ocasionalmente -al menos en las versiones de los mitos que nos han llegado- con la participación, más o menos activa y voluntaria, de alguna divinidad femenina primigenia, alguna diosa-madre.
Se trata de un motivo mítico común. Esta o estas divinidades no crean la materia -existe siempre una materia, o una especie de diosa informe, una materia, que es un lugar, al mismo tiempo, divinizada, o dotada de poderes sobrenaturales(si bien opera, a menudo, de modo plenamente orgánico)-, ni siquiera en la Biblia, sino que esta o estas divinidades, infernales o celestiales principales, la activan, la conforman o la animan.

La acción de la divinidad engendradora del universo remite a modelos conocidos: normalmente al buen hacer del artesano (el ceramista, el herrero, el tallista), pero también al agricultor que labra la tierra, abre pozos, delimita parcelas, etc., es decir, a modelos artesanos humanos. Los dioses creadores son artesanos modélicos.

Existe otro modelo, también muy conocido, existente en varias culturas, que a veces cuesta distinguir del anterior. En este caso, la teoría del arte occidental clásica ayuda a discernir y distinguir los modelos. La divinidad, llámese Apolo, Ptah -en Egipto-, Enki -en ocasiones, en Mesopotamia-, o Yahvé, ya no se comporta como un artesano, sino como quien no cabría definir sino como un arquitecto.  El modelo del mago -si es que, en tiempos arcaicos, magia, arte y artesanía, estaban bien separadas- no es infrecuente también.

Entre los artistas (lo que, desde el Renacimiento nombraríamos artistas) destacaban los poetas; pero sobre todo, los arquitectos.

Un dios creador que, en un momento u otro de la creación -o, mejor dicho, según qué versión o visión de la creación del mundo se cuenta, que depende de la época y del bagaje cultural de quien narra- se comportó como un arquitecto, se halla el bíblico Yahvé. 

Su obrar arquitectónico no es descrito -porque debía ser inconcebible- en el Génesis, sino en dos libros aún más tardíos: los Salmos (en concreto, el Salmo 104) y el Libro de Job, en particular en la demoledora autoproclamación final de Yahvé de su absoluta libertad creativa, de la que no tiene que dar cuentas al ser humano, el cual, por otra parte, es incapaz, no solo de emularla, sino ni siquiera de entenderla. La creación divina es imprevisible y no atiende a modelos, pautas ni razones.

El Salmo 104 presenta a Yahvé que, literalmente, monta el universo, descrito o simbolizado como una tienda de campaña –una tienda de un nómada- que se tiene que plantar y extender.  Esta tienda, empero, posee un piso, o una cámara alta, situada cerca de las aguas superiores. 
Tras “plantar” la bóveda celestial, Yahvé se ocupa de la base: la tienda descansa sobre la tierra que dota de fundamentos o asideros sólidos, que impiden que la tienda se hunda. El obrar de Yahvé combina el trabajo del nómada con el del asentado. La base sobre la que planta la tienda del universo dispone de unos themela (en la versión griega): unos cimientos. Themelion es un término propio del vocabulario arquitectónico, que denota, puesto que deriva de Themis, la justicia –Themis es la diosa de la justicia, madre de Apolo, el dios griego de la arquitectura-, lo bien fundado del obrar de Yahvé, si es que se pudiera dudar de la solidez de sus acciones.  Finalmente, los elementos que dotan de solidez al espacio son lo que la Setenta traduce por orion: es decir mojones que delimitan parcelas y pautan el espacio. Entre estos elementos que aportan orden, entre el orion por excelencia, se halla el oros: la línea del horizonte, que marca un límite infranqueable. Yahvé actúa así como un agrimensor: convierte un páramo ilimitado en un espacio pautado y, por tanto, habitable. Crea o funda, de algún modo, hábitats.

Este carácter del obrar de Yavhé que lo equipara con el de un constructor, se acentúa en el Libro de Job. El final del poema enuncia la grandeza de Yahvé: Yahvé se proclama a sí mismo como un dios trascendente. Y su grandeza se funda en su obrar, el cual es el obrar del arquitecto. Yahvé es grande porque crea el mundo y lo dota de sentido, y éste se adquiere o se manifiesta por las bien fundadas acciones de la divinidad: son sus acciones las propias de un constructor. Así, en efecto,  Yahvé funda la tierra. Como en los Salmos, lo que hinca en la tierra es un themelion: dota así a la tierra de bases seguras. Por otra parte, Yahvé maneja con soltura cuerdas de medir y escuadras, con las que mide y proporciona la creación. Traza líneas, hinca ganchos en la tierra, y posa piedras de ángulo (lithoi gooniaioi).  Es decir, procede a un replantea e instala asideros (gruesas argollas metálicas, utilizadas en Mesopotamia, a las que se ataban cables o cuerdas), y cimientos. Las condiciones están fijadas para levantar entonces muros que contendrán las aguas, y delimitarán así un espacio libre del asalto continuado de las aguas –la lucha de Yahvé con las aguas, ya sea en forma de ondas, ya sea de animales serpenteantes que reciben diversos nombres, es incesante en la Biblia; Yahvé llegará hasta a enfrentarse verbalmente con las olas, que detendrá con un rugido-; muros en los que instala puertas (pulai), las cuales, una vez, cerradas a cal y canto, también ayudarán a contener las aguas que podrían disolver los límites establecidos.
El trabajo de Yashvé tiene lugar, pues, en el terreno. Asume múltiples funciones: proyectista, director de obra, albañil, carpintero, incluso. La descripción bíblica del obrar de Yahvé en el inicio de los tiempos se asemeja a una minuciosa descripción de los trabajos necesarios para delimitar y edificar un techo protector contra las inclemencias que, sin duda, bien se conocían en el Próximo oriente Antiguo.
Ambos textos requieren un estudio minucioso, y comparativo, entre las versiones hebrea, griega y latina, que, posiblemente, ilustren sobre todo sobre el imaginario de los escribas,  pero que debieron reflejar la cambiante concepción del dios creador, finalmente equiparado con un constructor, una imagen que evolucionará en la Edad Media, cuando, definitivamente, Yahvé y, sobre todo, su Hijo, abandonarán las prácticas manuales y, armados de un compás, emblema de la Geometría, se dedicará a proyectar y a trazar los límites del universo, de las órbitas de los cuerpos siderales circulares o esféricos.  

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