Imágenes de la muestra de fotografías de José Manuel Ballester, Bosque de luz, con motivo del premio Nacional de Fotografía 2012, en las voluntariamente desvencijadas salas del Centro de Arte La Tabacalera, en Madrid.
Dirección: María & Lorena Corral
Imágenes de la exposición: Tocho, abril de 2013
Versión de un texto del catálogo:
ESPACIOS DISTANTES
Pedro Azara
El perfil bajo de la ciudad de París se recorta, como la
línea del horizonte, bajo el habitual cielo nublado y gris, reflejándose en los
húmedos tejados a cuatro aguas de pizarra y de zinc. Una imponente lira áurea
refulge como un extraño astro. Alzada en el cielo por un Apolo broncíneo que
corona el edificio de la ópera Garnier, cuya estructura se asemeja a la de una
cruz latina dorada, flota sobre la ciudad, que domina, y la eleva a los dominios del dios de las
Musas, metamorfoseándola en una ciudad
aérea o celestial, confundida con la traslúcida guata de las nubes. Esta
fotografía de gran tamaño (Paris desde
Garnier) podría ejemplificar la visión urbana de Ballester.
Sin embargo, paisajes con o sin figuras, bodegones,
alguna pequeña escultura –o maqueta de
escultura-, una ocasional instalación e intervención en el espacio, dibujos
casi botánicos (estudios de ramas, por ejemplo), apuntes de viaje (como un arquitecto, con
aguadas y acuarelas), unos pocos retratos –de gran tamaño-, incluso, han sido
tratados por José Manuel Ballester. Mas, pese a que su pintura ha recorrido,
algún día, casi todos los géneros pictóricos, Ballester es conocido
principalmente por los temas urbanos y arquitectónicos. Vistas en las que las
figuras están casi siempre ausentes, casi como si se tratara de una manera de
ver o de representar el mundo, un filtro o un modo de enfocar el mundo, del
mismo modo que otros artistas grafían hendiduras en la materia, exhiben las
figuras boca abajo, o las muestran siempre rientes –con una mueca que no se
sabe si expresa dolor o hilaridad-, o utilizan una misma técnica que les
representa.
Hasta hace pocos años, predominaba la pintura (óleos sobre
papel encolado en tablas, principalmente) y el grabado(prodigiosas puntas
secas, heliograbados, etc.), casi en blanco y negro –Ballester es un admirador de grabados de
Rembrandt y Goya, al mismo tiempo que de grabados y dibujos surrealistas como
los de Benjamín Palencia: cabría preguntarse si ciertas fotografías, que
plasman ciudades inhumanas o absurdas, no
revelan el gusto por la plasmación de las incongruencias de la vida en
el arte de los años treinta-, ha sido, sin embargo, la fotografía analógica y
hoy sobre todo digital (en papel encolado, también, sobre tabla), en ocasiones
retocada digital o manualmente (Ballester no deja de ser un pintor), la técnica
preferida por el artista, a partir de finales de los años noventa, para retratar temas urbanos y arquitectónicos.
Esta muestra antológica de fotografía hubiera constituido un
apéndice en la obra de Ballester apenas hace una decena de años. Hoy ofrece un
panorama casi completo de su quehacer.
El tema principal, y sin duda la manera de enfocarlo, no ha variado; sí
la manera de representarlo. El ojo ha
sustituido a la mano. Curiosamente, la fotografía ha introducido un elemento
que Ballester maneja con cautela al pintar: el color. Mientras que los mejores
cuadros y grabados son en un estricto blanco y negro (que las técnicas de
grabado exploran y explotan a la perfección), en el terreno fotográfico es el
blanco y negro el que aparece con cautela, siendo el color el gran protagonista.
Un cierto número de fotografías reproducen, sin embargo, escenas neblinosas en
las que predominan las gamas de grises, mientras que el gusto de Ballester por
la fotografía nocturna devuelve la primacía del negro intenso a su manera de
reflejar el mundo.
Una fotografía contradeciría esta visión: una luminosa
imagen de un comedor decimonónico, en el que la mesa, velada por largos
manteles, está dispuesta para un banquete. Todos los elementos decorativos
contribuyen a la imagen hogareña que la estancia fotografiada trasmite: las
paredes, compartimentadas por finas molduras blancas, pintadas de azul claro,
sobre las que destacan un ejército de cuadritos naturalistas (bodegones, y
una tranquila escena familiar, en un comedor,
que actúa como un eco -o un recordatorio-, de lo que debería acontecer en la
estancia que acoge el cuadro), los pesados cortinajes floreados suspendidos con
argollas de una barra dorada, el espejo con un marco tallado también dorado, la
chimenea púdicamente tapada por un
salvachispas orientalizante, la araña encendida, evocan el “calor de un hogar” vivido. La imagen
sería perfecta, o exacta, suscitando la impresión hogareña que todos los
objetos conjuran, si no fuera porque está estancia es una sala del museo
Romántico de Madrid. Nadie vive ni puede vivir en ella; se trata solo de una
recreación, por la que desfilan los (escasos) visitantes del museo. La estancia
suele estar vacía –y solo acogería un gran número de personas, nunca de
habitantes, durante las visitas de grupo-, y el vacío se hace aún más patente
cuando se observan los cubiertos puestos para una extensa familia que no existe
ni puede existir. La fotografía (Museo Romántico[1])
suscita una ilusión de vida; mas, tras la imagen, nadie puede asomarse.
La mayoría de las fotografías (digitales o analógicas) de
Ballester, a menudo de gran tamaño, compuestas de modo similar, retratan lo que
califica de “paisajes urbanos”: vistas de ciudades, construcciones y “detalles”
constructivos, que alternan con muy ocasionales fotografías de paisajes
vírgenes –que corresponden a fragmentos de naturaleza, insertados en contextos
urbanos, preservados para el disfrute de
la ciudad, que forman parte ya del “paisaje mental” del ciudadano- o trabajados
por la mano del hombre para atender a las necesidades básicas urbanas.
El tema urbano no es nuevo. Pertenece a la tradición; una
doble tradición, incluso: los caprichos arquitectónicos, y las “vedute”
idealizadas. Géneros menores, en la tradición clásica, ya que otorgan la
primacía a las construcciones –los fondos de la pintura de historia y
religiosa- en detrimento de la las figuras, ausentes o reducidas a siluetas sin
entidad, y sobre todo, indistinguibles las unas de las otras, sin rostro. ¿Son
las fotografías de Ballester una pervivencia, o una actualización del género de
la pintura de arquitectura clásica, desarrollado a partir del siglo XVII, y que
incluye tanto vistas de ciudades y edificios reales o ideales, cuanto ruinas
existentes o soñadas –convirtiendo las ruinas en símbolos de la fugacidad de la
vida, y de la incompetencia o la incapacidad humana para trascender el tiempo,
contrariamente a la creación divina? ¿Qué relación, si existe, mantiene el arte
de Ballester, pictórico o fotográfico, con este género pictórico clásico?
La (aparente) ausencia de figuras en las obras de temática
arquitectónica o urbanística de Ballester[2]
remite éstas a los conocidos y escasos cuadros renacentistas con vistas ideales
de ciudades: edificios inspirados en bloques y monumentos existentes o que
podrían existir o haber existido, dispuestos sobre un suelo o sobre un juego de
terrazas enlazadas por escalinatas de poca altura, cubiertos por dameros
marmóreos con motivos ornamentales geométricos de regusto romano- imperial. Los
edificios se colocan como las fichas de un juego de mesa; construcciones
medievales se conjugan con edificios renacentistas, monumentos –nunca ruinas-
clásicos y estatuas o columnas aisladas. La ciudad ideal renacentista está
vacía. El galeón que se apresta a zarpar del puerto, en el último plano, hacia
el que mira toda la ciudad, parece un
barco fantasma. Estas ciudades ideales no son propiamente ciudades celestiales.
Los edificios no están levantados con luz o materiales traslúcidos, brillantes
o diamantinos, según la conocida descripción bíblica, bien conocida en el
Renacimiento, de la Jerusalén celestial, sino que, pese a carecer de
imperfecciones y desconches, que mostrarían que las construcciones están
insertas en el tiempo y que éste necesariamente las afecta, son construcciones
materiales semejantes a las que se hallaban en las ciudades renacentistas.
Materiales, grávidas, aunque impolutas.
En verdad, se asemejan más bien a los decorados de un teatro, pues no se vislumbra ningún interior; no se tiene
la seguridad que las fachadas no sean sino simples telones de fondo. Estas
ciudades –que no son ciudades sino fantasías- no están, ni podrían estar
habitadas. Nunca lo han estado. No se percibe el recuerdos, las trazas de
ninguna presencia humana, pese que varias de las construcciones son o parecen
tanto palacios y casas nobles cuanto bloques de viviendas. El sueño consiste en
una ciudad silenciosa y quieta, que el bullicio, el ritmo o la pulsión de la
vida no turban. La ciudad ideal se asemejaría más a una ciudad de los muertos
si no fuera porque no alberga nada, ni siquiera el recuerdo de difuntos –solo
el vacío. Ciudades inmutables, inmunes al ciclo del tiempo. Ciudades, pues,
desmaterializadas; verdaderos sueños. Ni siquiera se intuye que han llegado a
ser lo que son tras un laborioso proceso constructivo, cuyas trazas han sido
totalmente borradas. La propia historia de la ciudad ideal ha sido barrida. Son
ciudades sin historia ni porvenir; ciudades deshumanizadas.
Ballester también trata los temas nocturnos en la
fotografía. La ausencia de personas parece así justificada. Pero la oscuridad
queda neutralizada por una iluminación teatral, o irreal, que convierte la
noche en un día imposible: un día sin vida aparente. La imagen nocturnal de
Brasilia (Nocturno en Brasilia) es
así significativa. Cuesta saber qué representa y cuándo ha sido tomada. El
título, en este caso, brinda una información preciosa, sin la cual no se sabría
quien ante qué se está. La ciudad está plenamente iluminada. Mas la ausencia de
sombras –un detalle, por otra parte, común en las fotografías de Ballester que,
incluso tomadas a pleno día, gusta de enmarcar en días grises o en de neblina,
al alba o al anochecer (sin jugar con los fáciles efectos que el sol rasante
enciende), que desdibujan las formas y las confunden con las sombras-, los
tonos amarillentos y verdes eléctricos del césped, y el que las avenidas, las autopistas y los
múltiples accesos y pasos de vehículos y peatonales, entre los que se
dispersan, aquí y acullá, bloques monolíticos y anodinos, estén completamente vacías -pese a estar tan
bien iluminadas que invalidan cualquier rincón secreto en sombras- suscita una
duda: la fotografía ¿muestra una ciudad imposible, o una maqueta, irrealmente
iluminada? La ciudad, en este caso, se confunde –o se reduce- a un modelo: es
su propio modelo que, se puede esperar, cobre vida cuando se haga de día y se
vuelva a transitar.
Vacías como las ciudades ideales renacentistas sí se hallan
las ciudades y los edificios que Ballester retrata, mas se trata de vacíos que
suscitan impresiones muy distintas.
La vista de una imponente sala alargada (Pasaje
Rijksmuseum) , cuyo juego de sucesivas bóvedas de arista se apoya sobre gruesas columnas
lisas de piedra, del Rijkmuseum de
Amsterdam, es significativa. El suelo de la nave ha sido enteramente levantado
y erradicado para crear un doble espacio; las columnas han tenido que ser
reforzadas, apoyándolas sobre un entramado de perfiles metálicos nuevo, para distribuir
las cargas y que puedan descansar un piso más abajo.Éste está recubierto de
herrajes torcidos y abandonados, cables, conductos, depósitos dejados u olvidados
y tierra, arena o cemento bajo una luz
glauca tan solo rota por focos que usualmente se usan en obra. El “enfoque” de la nave que Ballester
practica se asemeja al del patio principal del museo retratado también por este
el mismo artista (Vestíbulo Principal 1
del Rijksmuseum). El pavimento del patio, a cielo abierto, no se percibe,
sepultado por una gruesa capa terrosa gris, marcada por las huellas de gruesas
ruedas de camiones, y parcheada por charcos de agua turbia en las que se
reflejan las fachadas; ha sido, sin duda, rebajado, por lo que la parte
inferior de los muros limítrofes, hasta entonces escondida, aparece
despellejada dejando al descubierto un aparejo mustio de ladrillos carcomidos
por salpicaduras de cal y de sales; los pilares que pautan las fachadas están
unos degradados, otros reforzados y otros abiertos en canal para introducir
refuerzos metálicos.Las fachadas están afeadas por una red de bajantes y
vierteaguas grises, posiblemente instalados de manera provisional mientras
duren las obras. Alguna ventana está tapiada con tablones de madera, como si de
un edificio abandonado se tratara. Escaleras metálicas móviles, semejantes a
las de un avión, en mediocre estado,
salvan el creado desnivel entre las oberturas y el rebajado suelo del patio. Tablas
de madera, colocadas de cualquier modo, impiden que los usuarios, mientras se
rehabilita el lugar, se caigan desde el pasillo perimetral al espacio del
patio, convertido en un foso. Una rampa de tierra simplemente echada acaba por
configurar la imagen de un espacio en construcción, dejado temporal o
definitivamente –las obras de reforma y ampliación del museo estuvieron, en
efecto, detenidas durante un largo tiempo por diferencias proyectuales-. La
incuria es tal que ni los charcos irregulares han sido secados. Ballester gusta de retratar las entrañas
abiertas de los edificios. Algunos se reducen a una enrevesada red de
armaduras: se expone lo que no se ve habitualmente, lo que yace,
sosteniendo la construcción –y
definiendo los volúmenes-, en el corazón
de los muros (La Reina de la noche 2,
Torre TV Digital).
La sala de cine es el espacio, abierto o al aire libre,
donde acontece la ilusión por excelencia. Se dispone siempre como un teatro:
gradas orientadas hacia el escenario sobre o ante el que se yergue la pantalla
(hoy, ésta se apoya en ocasiones sobre un simple muro, mas la planta y la
estructura de la sala se mantiene tal como desde los inicios de la
cinematografía: el espacio se escinde en dos, al menos virtualmente; la zona profana, para el
público, separada por un muro virtual –la pantalla- que da acceso al espacio de
la ficción: el espacio tras el cristal.
Si fotógrafos como Sugimoto han tratado de fotografiar el espacio
mismo de la ilusión o el plano que permite acceder a él; otros, se han contentado con reflejar la
ornamentación, barroca o decadente, de las salas de cine, semejantes a teatros
de ópera, de los años veinte y treinta, Ballester también orienta su cámara
hacia el público (Cine en construcción).
Mas, lo que muestra es lo que se halla debajo del oropel de las gradas y de las
paredes que envuelven a los espectadores. De nuevo, nos encontramos con un
espacio desnudado; no sé sabe bien si a medio construir o semi-desmontado o
derruido. Quizá la fotografía no puede dejar de evocar el frágil entramado –
unas simples costillas de madera, en una sala de muros poco lucidos- que
sustenta la cámara dónde el milagro del cine se produce.
Las dos fotografías de interiores de La Tabacalera –dónde
tiene lugar la presente muestra- (Tabacalera 1, Tabacalera 2) corroboran el gusto de Ballester por la decaída
presencia material de los edificios, y su casi obscena –por objetiva y
desapasionada- exposición (Ballester no
juzga, ni hurga: muestra distanciadamente, lo que aumenta la desazón del
observador). Las marcas del tiempo no son obviadas: están allí y se exponen. Se
muestran en primer plano. Las formas están heridas y exhiben las nervaduras
interiores, o el abandono al que se hayan sometidas. La imagen se opone a la de las ciudades
ideales, incontaminadas por el polvo, sin que se pueda sospechar que son de
barro y retornarán un día al polvo. El polvoriento suelo de una de las grandes
naves de La Tabacalera (Tabacalera 1),
delimitadas por paredes que parecen haber sufrido una guerra tal es el cúmulo
de heridas que han hecho saltar la pintura, y con un techo bajo y mugriento,
del que cuelgan, como secas lianas inútiles, un sinfín de barras y cables enrollados
que soportan tubos fluorescentes que no
se encienden, está barrado por una acumulación de cajas de cartón vaciadas y despanzurradas,
dejadas al azar, cuyo logotipo, con letras grandes, bien visible en una de las
caras, que dice Fortuna, puede aparecer como un irónico comentario sobre el
estado de la sala vencida por el tiempo.
La fotografía Tabacalera
2 acentúa la sensación de dejadez que el conjunto de las imágenes suscita.
Las estancias, cuyas paredes están recubiertas hasta más de media altura por
azulejos verde agua, y un rosa amortajado, apagado -sobre los que se reflejan,
como sobre aguas turbias, desdibujados, una fila de lavamanos individuales de
hospicio-, como recuerdan las de un hospital de entreguerras, lo que reduce la
impresión de hospitalidad (y acrecienta el rechazo o la tristeza), ya muy
tocada por el techo enfermo, en el que los desconchados, como conchas
purulentas, cabalgan unos sobre otros, las puertas arrancadas de las que tan
solo permanecen los marcos metálicos –coronados por una especie de frontón
lobulado, una concesión decorativa absurda, en buen estado, en medio de la
decrepitud general, y que parece simbolizar la sinrazón, la vanidad, o la
inutilidad de un conjunto ajado- de los que despuntas los goznes inútiles, por
las que se filtra una sucia luz que descubre la mugre que recubre el suelo.
Museos y salas de cine: espacios que deberían estar en
perfecto estado para poder exponer o proyectar obras de arte, pero que
Ballester muestra como espacios abandonados que solo acogen ruinas y deshechos.
Sin nada que exponer, y sin visitantes,
la inutilidad de estos lugares salta a la vista. Nocturno en el Rijksmuseum 2 muestra una sala alargada cubierta por
un lucernario en forma de bóveda. La
estancia está a oscuras. Una puerta, en la pared del fondo, emite a un
espacio, por el contrario, bien iluminado: es lo que único que descubrimos de
él. La sala está vacía. Una plataforma elevadora mecánica sobre ruedas, sobre
ruedas, usada habitualmente en los museos para poder manipular los focos y los
cuadros de gran dimensión colgados a cierta altura, se halla aparcada a un
lado, habiendo sido, sin duda alguna, abandonada tras un día de trabajo. Un par
de sillas de tijera, un cubo (de basura, quizá) de hojalata, algunos cables
descuidadamente dejados, restos, quizá
de una obra, suciedad en el suelo: la sala dista de la imagen que debería tener
habitualmente. Se trata de un espacio en tránsito o en preparación. La
predilección de los estados temporales de los espacios es una constante en el
arte de Ballester. Raramente retrata entes en su máximo esplendor, detenidos en
el tiempo, sino etapas inciertas en las que no se sabe si el lugar va a mejor
–y está, por tanto, en preparación o restauración-, o si decae.
La insistencia en el peso y el paso del tiempo niega la
idealidad de los espacios que, por el contrario, la pintura renacentista sí
fijaba. La materia que Ballester expone,
ya sea la que conforma los volúmenes, ya sea en la que éstos, decadentes, se
van a convertir –una masa informe, como si fueran entes orgánicos condenados- ,
se contrapone a –o niega- la pureza o
perfección de las formas, y advierte sobre la imposibilidad de escapar al
tiempo y la historia que la arquitectura contemporánea pretende, casi siempre,
anhela. En este sentido, las fotografías
de Ballester son una dura advertencia sobre los excesos (¿de soberbia, acaso?)
de la construcción y las ciudades de hoy en día. La materia siempre late, y
está viva.
Incluso en los casos en los que Ballester fotografía
edificios (en apariencia) concluidos, recién estrenados o por inaugurar, no
deja de mostrar algún elemento ajeno a la construcción que afea el conjunto o,
mejor dicho, recuerda su reciente edificación, o que su terminación es aún
incierta o provisional. La escalera de
madera –que debiere haberse retirado-, apoyada horizontalmente contra el muro
inmaculado del museo, recién finalizado, del arquitecto Pei (Museo Suzhou 1), humaniza la frialdad de
la construcción, y recuerda que se trata de una construcción humana, con
aciertos y errores, y no un edificio mágica o mecánicamente materializado. Hay
seres humanos detrás de la construcción que han subido, quizá cansada o
duramente, hasta gran altura, por una escalera de pared sin barandillas,
simplemente apoyada, sin duda sin protección contra el muro. El carácter casi
doméstico de este útil refuerza su
incongruente presencia en el patio de un gran edificio público. Son espacios en permanente cambio que nunca
llegarán a ser definitivos ni conseguirán el estado ideal para el que fueron
creados.
Esta gusto o esta preferencia por la materialidad de las
construcciones –que contrasta con su inutilidad o el que se muestren como
cascarones vacíos y, quizá, inútiles, por lo que el peso, el cuerpo que
exhiben, su presencia masiva, no tiene sentido: ¿para qué existen?- ha llevado
a Ballester, en alguna ocasión, a acercar el objetivo a una zona muy concreta
de un edificio: un gesta inhabitual en este artista que suele preferir
panorámicas, al menos en esta muestra. MAN 18 muestra un detalle en una
esquina. La cámara enfoca la parte baja del muro: la gruesa capa de yeso ha
saltado o ha sido eliminada –quizá para abrir una regata-, descubriendo la
trama de los gastados ladrillos. La fotografía permite adivinar que se trata de
un edificio maltrecho. Los muros raídos, los desconches, las manchas, la falta
de una capa definitiva de pintura, amén del estropicio en la parte inferior
denotan el descuido del edificio, al que, sin embargo, unos haces de luz que
enmarcan alargadas sombras rectas entrelazadas,
proyectadas posiblemente por un carril de luz o una grúa, animan o
alivian la dejadez. La fotografía no esconde los detalles ajados, pero los
presenta de tal modo que conservan su dignidad.
Ballester no ahonda en la sordidez. Pero tampoco idealiza. Expone
detalles en los que no caemos, o que no querríamos ver, y que empañan la imagen
ideal –diríamos que oficial- que es la que se suele promover. Las arquitecturas
vacías, desde luego, no son arquitecturas ideales. Y, sin embargo, la manera de
enfocarlas contrasta con el gusto por el
polvo y la decrepitud que lastran los edificios o pesan sobre éstos. Por un
lado, los detalles mostrados, o el momento escogido para representar a estos
lugares que deberían estar en perfectas condiciones, revelan la tramoya que
sustenta la ilusión de estas ciudades y de estos edificios contemporáneos, en
los que se no se ve a nadie quizá porque sean invivibles. La composición, o el
encuadre, sin embargo, alejan lo que antes ha sido acercado (para descubrir lo
que no se suele mostrar). Así, a la irrealidad de estas construcciones se suma
su falacia, el engaño en el que mantienen a quienes viven o se acercan a ellas.
En efecto, Ballester escoge casi siempre un punto de vista
desde el cual se obtiene una vista perfectamente frontal y simétrica. Esta
representación perspectiva –una perspectiva forzada, habitualmente-, enfoca a menudo una zona en la que se halla
una puerta abierta, por la que la vista se colaría si no fuera por el violento
contraste lumínico entre la escena en primer plano y el espacio situado detrás
del plano del fondo (Nocturno en el
Rijkmuseum 2, Pasaje Rikjmuseum, incluso La
Reina de la noche 2, por ejemplo). Se trata de un recurso que Ballester ha
empleado en más de una ocasión (Túnel
rojo, Pasillo de hotel, Entrada al museo –en la que una pantalla sustituye
el arco de luz del fondo-, no incluidas en esta muestra, etc: ya los títulos
sugieren lo que las fotografías enfocan-), y que combina con puertas entreabiertas, pasos estrechos,
pasadizos laterales que fugan hacia no se sabe dónde, y que dejan entrever lo
que se halla o acontece detrás, sin revelarlo claramente.
La ausencia de figuras humanas en todas las imágenes –desde
luego, en todas las seleccionadas- impide calibrar las medidas de los espacios.
Además de la imposibilidad de tomar con exactitud las medidas de los espacios
representados en perspectiva –que, lejos de ofrecer una imagen objetiva de la
realidad, la deforma, al menos en parte-, la falta de figuras impide saber a fe
cierta cuales son las proporciones de los espacios y qué relación mantienes con
los seres humanos. Fotografías como Interior Congreso e Interior Congreso 2, en las que solo seve una forzada perspectiva,
quizá desde un punto de vista bajo o muy bajo, de una larga estancia o una zona
de tránsito, no permiten calibrar si estamos ante un pasillo por el que se
puede transitara pie, o una zona de paso en una maqueta. ¿Qué tamaño tienen los
bustos a ambos lados del pasillo? ¿Son de tamaño natural, monumentales o son
puntas de alfiler? Estas incertidumbres
acrecientan el distanciamiento entre el espectador y la imagen que la
perspectiva ya establece. De algún modo, estas vistas son representaciones
ideales, o de espacios ideales, en tanto que son inalcanzables.
Estas majestuosas y exactas perspectivas centrales, en la
que el primer plano es dominado por estructuras o arcos que vuelan por encima
del espectador – Cubierta, Palacio de Congresos, Interior de Congreso- que se despliegan
ante la vista, en las que el punto de fuga se halla en el mismo centro de la
composición causan un doble efecto: por un lado atrapar al espectador, lo
sitúan ante la escena, y lo fuerzan a contemplarla, mas, simultáneamente,
alejan el interior o el edificio: lo mantienen a cierta distancia. Parece
cercano, pero retrocede. Se hallasiempre más lejos que el primer plano, que
constituye una barrera. Este efecto es tanto más extraño cuanto que, en un
primer momento, el espectador tiene la sensación que podría recorrer, con la
vista o físicamente, el espacio que se abre ante él. El plano de la imagen
actúa como una pantalla. Lo que muestra no se proyecta sobre ella, sino que
arranca a partir de ésta. Se pierde detrás del espejo.El espectador choca una y
otra vez con un plano liso, reflectante –el recubrimiento de metacrilato, adherido
al papel fotográfico, acentúa la sensación de falsa cercanía que las imágenes
producen. En verdad, son planos fríos. Todo lo que pueda acontecer, y que
apenas se distingue, se halla detrás, de la pantalla, o de una ventana. Quizá
no sea casualidad que Ballester haya retratado tantas ventanas, casi tantas
como puertas abiertas, al fondo de una estancia, hacia lo que se intuye pero no
se percibe con claridad –debido a la claridad cegadora que se descubre a través
del marco de la apertura: Ventanal LasarSegall,
Nocturno Beyeler.
Pero no todas las vistas retratan imperfecciones. En algunos
casos, el edificio, o la ciudad, lucen recién concluidos, sin que pueda
reconocerse error o imprecisión algunos (Fachada
verde, bajo una constante del arte
de Ballester, sin embargo: la luz húmeda y
difuminada de los días grises). Este tipo de enfoque no es inhabitual en
Ballester. Otras fotografías –no incluidas en esta muestra-, tales como toda la
serie de Espacios, del Museo de Arte
Contemporáneo de Caja Burgos, del 2003. En estos casos, muy particularmente, se
debería comentar más bien, no el tema o el enfoque, sino las insólitas
proporciones de las fotografías: imágenes exageradamente horizontales; son casi
una línea del horizonte. La altura de unas pocas decenas de centímetros
empalidece ante los varios metros de anchura
de las fotografías. Pero estas proporciones no son gratuitas. Se adaptan
como un guante a las del edificio, o de la escena urbana, reproducida.
Edificios relativamente bajos, de una o unas pocas plantas que, por el
contrario, se extienden por los lados. Son edificios semejantes a murallas. Las
proporciones del tema o del objeto de la imagen –un edificio público, por
ejemplo- son las mismas que las de la fotografía. El edificio ocupa así toda la
superficie de la imagen. Apenas cabe espacio o aire –una estrecha franja de
cielo ciñendo, o constriñendo, el volumen- alrededor del edificio. Por otra
parte, Ballester mantiene la vista frontal. De este modo, solo se percibe una
sola cara de la construcción. Ésta se reduce a una fachada; se convierte a un
plano; plano que coincide entonces con el plano representativo. De este modo,
el tipo de representación y la relación entre el tema y el soporte, convierte
aquél –un tema naturalista- en un motivo “abstracto” o geométrico. El edificio
se convierte pues en una figura geométrica: un rectángulo horizontal –o
vertical, como en el caso de Palacio de congresos, en Brasilia, cuya
fotografía encierra los dos torres en un rectángulo vertical que casi se
confunde con las fachadas laterales de ambas torres-. De este modo, la
fotografía metamorfosea un edificio en una construcción ideal o modélica, a
costa de su corporeidad: el edificio se transforma en una figura geométrica que
seconfunde casi con el plano representativo. El problema de la eventual
diferencia entre una figura geométrica (ideal) y su representación formal o
material, que ya planteara Platón, recibe, aquí, un comentario casi irónico.
Edificios públicos subyugantes y emblemáticos como las torres del Palacio de
Congresos de Brasilia pueden llevarse bajo el brazo. La trama del motivo
arquitectónico, la composición de la fachada, se convierte en una trama
geométrica en un plano. El edificio casi se desvanece, o se reduce, una vez
más, a un esquema geométrico organizativo subyacente, un juego de líneas y
planos, en el que, o entre el que, la vida, lógicamente, no tiene cabida. Esas
imágenes son realmente imágenes de arquitecturas ideales: invivibles.
Edificios y ciudadesestán, en principio, proyectados y construidos
paraseres humanos. Su tamaño, de algún modo, tiene que adaptarse a las medidas,
y a las expectativas, de aquéllos. Que
los habitantes o los visitantes no se hallen físicamente presentes no significa
que no hayan sido tenidos en cuenta. Los
espacios construidos cumplen una función; están al servicio de los hombres,
moren o no en ellos; incluso las ruinas evocan la pasada o perdida presencia
humana. Los mismos palacios no se
entienden si no se tiene en mente a quienes iban destinados. Los templos, por
el contrario, se pensaban y se construían para seres naturales, mas éstos eran
y son una creación, una invención humana. Se podría casi decir que la presencia
de las figuras humanas no es, salvo para calibrar los espacios, realmente
necesaria. De algún modo, se da por supuesto que los espacios que el hombre
(se) edifica, existen para seres que son
los mismos que quienes observan las imágenes.
Este juego entre presencias efectivas y presencias latentes
que Ballester practica ha sufrido recientemente una vuelta de tuerca. La
reciente e inacabada serie Espacios
ocultos, que cuenta ya con unas quince fotografías de muy distinto tamaño
(la más pequeña tiene apenas 50x50 cm, mientras que la última, y de mayor
tamaño, tiene una longitud de casi nueve metros), consiste en imágenes de
pinturas célebres del arte clásico y occidental, desde Giotto a Picasso.
Sin embargo, estas imágenes no reproducen sin más pinturas (o
incluso fotografías canónicas), como si del arte de los Apropiacionistas
se tratara, sino que pretenden desvelar un aspecto desconocido -imposible de
observar- de la obra original reproducida.
José Manuel Ballester sustrae las figuras. Más allá del laborioso
procedimiento y del virtuosismo exhibido a la hora de colmatar las siluetas
vacías -por medios informáticos y manuales: pintura y píxeles-, las imágenes
adquieren un aspecto no por previsible menos inesperado.
Las obras seleccionadas podrían formar parte del canon del arte,
principalmente pictórico (o arte de la imagen) occidental: La Anunciación, de Fra
Angélico, El nacimiento de
Venus, de Sandro Botticelli, La
Virgen de las Rocas, y La
Última Cena, de Leonardo de
Vinci, El Jardín de las
Delicias, de El Bosco, Las
Meninas y La Crucifixión, de
Velázquez, La Alegoría de la pintura,
de Vermeer, Los fusilamientos
del 3 de Mayo, de Goya, La
Balsa de la Medusa, de Géricault[3],
etc.
Se trata, en todos los casos, de pinturas de historia.
Pertenecen al género pictórico que se consideraba superior, solo al alcance de
-y que solo podía ser practicado por- maestros. Estas pinturas se caracterizan
por la presencia dominante de figuras, aisladas o en grupo. El resto de la
imagen, a menudo realizado por colaboradores, consiste en paisajes, naturalezas
muertas, etc.: escenas anecdóticas que, en ocasiones, reforzaban el
"mensaje" que las acciones que los personajes representaban (o
vivían) simbolizaban, o visualizaban, de manera fácilmente comprensible por
iletrados, y, en otras, distraían de la acción -y el contenido- principales.
De pronto, en las fotografías de Ballester, las figuras
desaparecen, y las pinturas quedan relegadas, en apariencia, a pinturas de
género: bodegones, paisajes, caprichos arquitectónicos, con un tamaño más
propio de la pintura de historia (o religiosa), empero.
Se descubre, así, una faceta o un aspecto del cuadro -y del arte o
del periodo artístico al que el cuadro está adscrito- inconcebible. Se diría
que el cuadro ha sido desenmascarado; revela, de pronto, su verdad. El
andamiaje de las figuras camuflaba lo que el cuadro podía comunicar, y las
capacidades del artista. En cuadros como Los
fusilamientos del 3 de Mayo, de Goya, apenas se nota la ausencia de las
figuras; este hecho es sorprendente, toda vez el patetismo, y el horror, que
los personajes, ejecutados o a punto de ser ejecutados, y la violencia fría,
mecánica, que encarnan los soldados, es apenas soportable. La obra original
impone silencio. Ballester nos descubre que el horror y el temor ya forman
parte del paisaje y de la escena: todas las emociones que el cuadro puede
transmitir o reflejar se hallan ya contenidas en las colinas que muerden como
olas pardas, y en el farol, absurdamente encendido y abandonado a las afueras
de una ciudad que se agazapa. Se diría que las figuras son casi redundantes. Lo
que expresan resuena en el paisaje circundante que amplifica el horror, a menos
que éste solo pudiera manifestarse tan obscenamente en este entorno. La
naturaleza misma padece el terror.
En la versión del cuadro de Vermeer, los personajes siguen allí.
Han sido eliminados pero queda su traza invisible y, al mismo tiempo,
perceptible. El cuadro se ha poblado de fantasmas. Las figuras se han ido; mas
flota no se sabe bien qué, algo turbio o inquietante. El cuadro en el que el
pintor realizaba un retrato sigue en el caballete; la figura a medio
pintar ha dejado de ser la imagen semi-borrosa de la persona que posaba,
para transformarse en la efigie realista, y por tanto evanescente y
desdibujada, de una aparición fantasmagórica, de la que solo el cuadro del
caballete, como un espejo mágico, puede dar cuenta. La escena parece retratar
el trabajo de un pintor invisible, es decir, del más allá. La fotografía, que
debería mostrar un interior holandés minuciosamente documentado, de pronto
convierte una imagen, en principio extraída de la realidad prosaica, en
una imagen en la que la realidad se mezcla con lo irreal, o lo sobrenatural (lo
que, por otra parte, no es tan extraño, ya que Vermeer nunca se limitó a
documentar lo que le rodeaba).
Ocurre que mientras los cuadros exhiben figuras en entornos
cotidianos, este carácter extraño, inquietante, causado por la proximidad,
apenas intuida, de lo sobrenatural, no es evidente, a primera vista. De nuevo,
la fotografía de Ballester revela la "verdad" de la pintura de
Vermeer como ya lo había logrado con la de Goya.
¿Acaso existe una pintura más "legible" o
"interpretable" que El
nacimiento de Venus, de Botticelli?: el mito griego está claramente
ilustrado. Nada falta, y nada sobra: el mar encrespado, la concha, la gélida
figura de Venus (según la conceptista noción neoplatónica), la costa de la isla
de Chipre, los dioses de los vientos, y la personificación del tiempo que,
vistiéndola, humanizará o dará cuerpo, carne, a la Venus celestial, todos los
elementos que componen el trágico mito que narra el origen de la diosa de la
guerra y del deseo se hallan presente, pintados detallada, minuciosamente. Cada
ola, cada hoja, cada motivo bordado están aplicadamente representados como en
una miniatura persa. Se diría, precisamente, que, pese al tamaño del cuadro, la
aplicada pintura de Botticelli reduce el grandioso soplo cósmico que trae,
cueste lo que cuesta, la hiriente belleza a la tierra. Mas, en la fotografía de
Ballester, de pronto, la concha vacía adquiere la dureza de una garra. Se
asemeja a un extraño monstruo marino no se sabe si abandonado o quieto
esperando una presa. Sobre ella, el ponto y el cielo ominosamente vacíos,
al mismo tiempo que inmutables. El horror que la pálida carne que no es carne
de la Venus Celestial disimula se hace patente. Lo que Venus trae es el vacío
absoluto. La Venus celestial ciega. Nada ni nadie se le puede acercar. Su
presencia abre un hueco cósmico. Todo el cuadro, metamorfoseado tras la
retirada de las figuras, pese a la costa amable y el bosquecillo, es la imagen
de un vacío insondable. La escena produce frío, lo que traduce bien el
gélido -y engañoso- hieratismo de la Venus descendida de los cielos -o emergida
de las aguas-.
La desaparición de Jesús y los apóstoles de LaÚltima Cena, basada en el fresco milanés de Leonardo de Vinci, acentúa
el sentimiento trágico de la escena que la obra leonardesca quizá disimulara o
atenuara. Es evidente que una ingesta ha tenido lugar. La mesa no está
dispuesta para un banquete, sino que lo que se muestra son los restos de un
banquete. La estancia ha quedado vacía.
Incluso para quien desconozca la vida de Jesucristo, la imagen suscita
cierta desazón. Se intuye que algo grave ha ocurrido que ha obligado a los
comensales a abandonar, apresuradamente quizá, la larga mesa. Mesa dispuesta
paralelamente al plano del cuadro, en una alta estancia: mesa solemne,
independientemente de la bondad de los manjares; mesa que no ha sido dejada
natural o lógicamente. El motivo, ignoto para quien no conozca el Evangelio, se
intuye preocupante. La soledad de la estancia podría simbolizar –los Espacios Ocultos no dejan de suscitar
imágenes simbólicas- la soledad absoluta de quien presidía la cena, abandonado
por todos. Esta mesa es muy distinta a la vista del Museo Romántico (la comparación es del mismo Ballester): allí, la
mesa, bien puesta, de punta en blanco, aguarda inútilmente a los huéspedes. Se
trata solo de un decorado. En este caso, por el contrario, la comunión ha
tenido lugar. Y ha acabado mal o apresuradamente. El sacrificio, que la cena simboliza, se hace
aún más patente. Y patético o inútil.
Se dirían entonces que las figuras que Ballester extrae de los
cuadros serían innecesarias. O, mejor dicho, sí serían necesarias, mas no para
contar la historia que narran, sino para contar una "historia" (una
ficción) acerca de la verdad a la que aluden. Las figuras suavizan la hiriente
verdad que la pintura clásica alcanza. Cuenta, bajo el velo de la ficción, el
horror de la vida sometida a los caprichos de los dioses y la crueldad de los
hombres. De algún modo, Ballester revela, silenciando la seducción de las
figuras, lo que los cuadros dicen y no dicen, camuflan, para no contar la
verdad directamente, o para engañar sobre la verdad.
Los cuadros desfigurados, en los que las figuras se han
desvanecido, ya no pueden esconder lo que contienen o exponen. Y lo que se
descubre da miedo.
Los Espacios Ocultos
plantean cuestiones que atañen la relación entre la realidad y lo representado.
Ballester siente predilección por tres Anunciaciones, de Giotto, Fra Angelico y
Leonardo de Vinci, que interpreta como tres maneras, profana o terrenal,
mística, e intelectual de abordar el tema. No se trata, empero, de comentar,
esas obras renacentistas, sino la interpretación de Ballester. El tema de la
Anunciación es central tanto en la mitología cristiana cuanto en el arte. Se
trata de una representación verbal de lo que va a acontecer. El acontecimiento
consiste en la materialización del espíritu. Un tema plenamente simbólico o
artístico, todo vez que la obra de arte da cuerpo a una idea, una imagen mental
o una intuición. Da a ver lo invisible. La representación plástica de la
Anunciación muestra el momento en que lo inaudito es concebido, en el doble
significado de la palabra: pensado, y encarnado. La idea se fragua y se
realiza. La interpretación del tema de la Anunciación por parte de Ballester
muestra… nada. El escenario está vacío. La imagen muestra el lugar donde
aconteció o donde acontecerá la anunciación –lo que es imposible, pues la
anunciación es imprevisible: no se puede anticipar, ya que si esto ocurriera,
dejaría de ser una verdadera anunciación. No se puede anunciar un anuncio. El
carácter revolucionario pierde toda
fuerza si se hace saber que acontecerá-. Por tanto, Ballester trata el tema de
la Anunciación, no el de su escenario –lo que por otra parte seria imposible:
el escenario de la anunciación exige la representación de ésta: tiene que tener
“lugar”-. Pero Ballester “muestra” que nadie
se halla en la escena. El ángel Gabriel y María no se encuentran (no se
encuentran en el escenario, ni se encuentran entre sí). Toda vez que la Anunciación proclama la próxima
e ineludible materialización o visualización de lo invisible (el
espíritu), ésta tiene que ser ya
visible. El espíritu envía un mensajero, y éste se aparece, se muestra. Si
nadie se personifica, la anunciación no puede tener lugar, no tiene cabida. El mensajero,
ni el espíritu se encarnan. Por otra parte, María deja de ser una humana, para
convertirse en un potencia invisible (lo que, por otra parte, siempre ha sido
una latente tentación en el Cristianismo). Lo que Ballester muestra es la
imposibilidad de la Anunciación: nada se anuncia, nada visible, al menos –pero
la anunciación es la muestra visible de lo que no se puede mostrar, o de lo que
no se puede ver-. Por otra parte, estas obras denuncian la asumida capacidad
del arte de la imagen de captar lo invisible: el acontecimiento fundacional del
arte, la encarnación, es decir, la unión del espíritu y la carne (la materia),
no se produce, o es invisible, al menos para el arte de la imagen. Éste no
logra captar y dar sentido al paradigma de la visualización. El arte de la
imagen se muestra así impotente o inútil. Ya no es el lugar donde lo invisible
se muestra, dejando una nítida traza en la tela, el papel, la materia. Estas “Anunciaciones”
señalan la incapacidad del arte para dar cuerpo a una idea: se trata del fin
del arte. El que la anunciación no tenga lugar, quizá porque no tenga sentido o
sea inútil, señala que el arte de la
imagen es prescindible. Carece ahora de “sentido”. Su misión ha concluido. Se trata de un
procedimiento agotado. Una conclusión terrible, pero lógica, que explica bien
que el arte milenario de la imagen ha llegado a su fin. Ya no sirve para
descubrir el mundo.
Todo lo afirmado hasta entonces parece desmoronarse en la
versión del tríptico de Botticelli dedicado a la terrible historia de Nastagio degli
Onesti: una joven, que rechazó a su pretendiente, quien se suicidó, es perseguida
de por vida, por los siglos de los siglos, por su despechado amante. Éste, como
en el mito de Sísifo, corre tras ella, la caza, la mata y la descuartiza, una y
otra vez. La joven, asesinada, renace para sufrir idéntica tortura. La
persecución tiene lugar en un bosque. Ballester aplica el mismo procedimiento
que en el resto de la serie de los Espacios
ocultos. Borra las figuras. Solo queda el bosque, y la ciudad cabe un lago,
a lo lejos. Mas, en este caso, la ausencia de las figuras no es notada. El
bosque no parece necesitarlas. No queda huella alguna de la trágica presencia
de los amantes. Tan solo algunos árboles cortados indican, quizá, que un acontecimiento
violento tuvo lugar.
Pero los jóvenes no pueden dejar lógicamente huella alguna.
No existen. Son solo fantasmas. Quizá incluso sean solo un sueño o una
pesadilla. Lo que Ballester logra es poner en evidencia el talento prodigioso
de Botticelli que supo plasmar a la perfección qué son y qué causan los
espectros. No son nada y no están en el origen de nada. Son las figuras
antitéticas a las de la Anunciación, ya que éstas son necesarias para que la
escena tenga sentido: en este caso, por el contrario, el bosque luce
indiferente, como si nada hubiera acontecido, tras la desaparición de las
figuras fantasmagóricas. Eran aire o neblina, y nada turbaban. El paisaje
recobra su hierática placidez tras el paso y la desaparición de las sombras,
quietud que nunca ha perdido. Los fantasmas no pueden alterar la realidad.
El tríptico se completa con una tercera imagen: y en ésta,
sí se percibe una ausencia, y se intuye una tragedia. Nastagio es un joven despechado, pero no se
trata del joven que persigue a su amada tras la muerte antes descrito. Tras
haber sido abandonado, Nastagio se adentra en un bosque donde tiene la visión.
De regreso, organiza en medio de la arboleda un banquete en honor de su
desdeñosa prometida. La persecución fantasmagórica acontece inevitablemente, en
medio de la ceremonia. Los comensales huyen despavoridos. Queda la larga mesa
puesta, con los restos esparcidos de un banquete que, se intuye, ha terminado
mal (¡cuántos banquetes, que sellan acuerdos entre iguales, y que simbolizan convivencias,
fracasados en los Espacios Ocultos,
como si éstos expusieran verdades que ocultamos o que deberían quedar ocultas!)
. El contraste entre la indolencia de los árboles y el servicio de mesa
desparramado indica bien, sin necesidad de figuras, la trágica revelación. La
prometida de Nastagio ha entendido qué ha ocurrido; se ha dado cuenta de lo que
ha hecho. Y no ha soportado la verdad. La versión de Ballester acentúa el
patetismo de la historia, y su crudeza, robando las figuras, dejando que sea el
escenario el que dé cuenta de lo que ha acontecido: la revelación del horror.
Lo que queda tras la eliminación de las figuras –Ballester
procede a un verdadero sacrificio: el sacrificio de la imagen, para revelar la
verdad; va más allá de la imagen, cruza el espejo para descubrir lo que, quizá,
el brillo de la imagen no deja ver- es
un fondo que dice lo que las figuras deberían contar pero que no hacen o no
pueden: desnuda las historias de sus figuras. Solo queda entonces un escenario
vacío, que pone en evidencia, literalmente, las ausencias –como también
acontecía en la prodigiosa serie de óleos y grabados dedicados a camas
deshechas y dejadas en hoteles anónimos. De nuevo, en esta serie de fotografías
dedicadas al tríptico de Botticelli son las figuras (vivas, que no
fantasmagóricas) ausentes las que narran la verdadera historia.
La obra de Ballester que quizá refleje o sintetice mejor su
concepción del hábitat humano –que no se incluye en la presente muestra-
constituye un caso singular en su quehacer artístico. Se trata de una filmación
en video. Se titula Calle sin fin.
Dura más de seis minutos. El título, quizá, sugiera lo que muestra: una vista de
un cruce de calles en la ciudad china de Zhgengzhou, un día gris, quizá, tomada
desde una cámara fija. Un desfile incesante de coches, ciclistas y peatones, sin principio ni final, ni orden ni
concierto. La filmación está forzada y voluntariamente desenfocada. Se inicia
con un baile de inciertos puntos luminosos sobre un fondo oscuro. Los seres
humanos no hacen más que pasar. Son indistinguibles, irreconocibles. Convertidos,
casi todos, en sombras sin forma. No se les ve la cara. Las calles también son anónimas. El
movimiento, mecánico, aunque incesante. De tanto en tanto, un vehículo parece
ir a contracorriente. No se sabe bien cuáles son los sentidos de todas las
calles.Unos pequeños coches idénticos –misma forma, mismo color-, posiblemente
taxis, pasan una y otra vez, de manera impredecible. Se diría que se trata del
mismo coche, atrapado n el tiempo, o el espacio. La
acción concluye como ha empezado. No se advierte historia alguna. No se puede
adivinar dónde se hallan las calles, qué día, qué hora son, aunque se puede
intuir que el movimiento continuará cada día del mismo modo. Solo se percibe el
paso desacompasado e incierto de seres y vehículos. La composición es hermosa. Pero se intuye que
expresa alguna concepción de la vida urbana que no se enuncia,
intencionadamente, con claridad. La obra da lugar a dos tipos de miradas o
satisface dos expectativas: la de quienes valoran el placer de la forma y la de quienes buscan mensajes o significados
en o detrás de éstas. Ballester nunca afirma ni niega. Deja que sea el
espectador el que construya una historia, y quiere ver qué puede obtener – si
obtiene una idea- de la imagen. Ésta place, e inquieta. Irrita casi, por la
imposibilidad de alcanzar un único –y claro o evidente- contenido. La imagen se
resiste. Y requiere ser contemplada una
y otra vez, aunque se guarda un as en la manga. La vida que retrata es compleja
y posiblemente, contradictoria. Pese – o puesto que- a que aspire a la idealidad.
Esta muestra, con motivo de la concesión del Premio
Nacional de Fotografía –que tiene lugar en un espacio como el de La Tabacalera
que parece haber sido casi imaginado por Ballester-, es una excelente ocasión
para contemplar nuevamente las múltiples capas de las, en apariencia, amables o
simplemente deslumbrantes obras de Ballester. Late un fondo oscuro, que refleja
bien la vida moderna, y su sentido. O sinsentido
[1] Esta
fotografía (resultado de un encargo), se desmarca del resto de la selección,
pero actúa como un contrapunto, introduciendo un curioso punto de vista sobre
la noción de hogar.
[2]La
ausencia de figuras en las vistas urbanas y arquitectónicas de Ballester tiene
que ser algo matizada. Algunas, pocas, fotografías, como Time Square I, o Nocturno
Broadway I –no mostradas en la presente exposición- no obvian la presencia
de figuras y vehículos, aunque ciertamente aparecen como elementos marginales
ante la imponente presencia de imágenes de gran tamaño, en pantallas
descomunales colgadas de las fachadas de algunos rascacielos, en las que se
proyectan efigies de gigantes –de seres humanos a gran escala. Este tipo de
escena no es solo una imagen fidedigna de lo que acontece en Times Square de
Nueva York, sino que responde a un particular punto de vista de Ballester. La
imagen de esta plaza, en el vídeo Ralf&Jeanette,
de 2010, de Marc Vives & David Bestué muestra bien la desproporción entre
los paseantes y las imágenes humanas en las pantallas, mas en este ejemplo,
Vives &Bestué parecen ponerse “del lado” de los viandantes, reivindicando
su menguante estatura ante el peso de las imágenes publicitarias.
[3]La
exposición incluye siete obras de esta serie. Todas están dedicadas al arte
tardo-gótico y renacentista, cuyo estilo cuadra bien con la claridad u
“objetividad” de las fotografías de Ballester, al mismo tiempo que con la
importancia concedida a la línea (de fuga) con la que se definen y se insertan
las figuras.
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