Tres eran los Reyes Magos venidos de Oriente, Melchor, Gaspar y Baltasar, trayendo oro, mirra e incienso a los pies del mesías (el profeta), Jesús recién nacido.
Los evangelistas Lucas, Marco y Juan no los mencionan. Solo Mateo se refiere a ellos de pasada. No tienen nombre y no se sabe cuántos son.
Fueron tres o doce, viajaron solos o acompañados por un séquito de cinco mil personas como mínimo, según qué versiones. Eran anónimos o adquirieron un nombre a partir del siglo VI.
Melchor y Baltasar solo se vieron una vez con Jesús. No así Gaspar.
Treinta años más tarde, mientras Jesús predicaba y pedía a sus discípulos que partieran a los cuatro regiones del mundo para predicar la buena nueva, llegó a Arabia Abades, un emisario del rey de la India buscando un arquitecto capaz de proyectar y construir un palacio real que no se pareciera a ninguno. El encuentro fue fructífero: Jesús respondió afirmativamente al emisario. Conocía quien podía hacerse cargo del proyecto. Se trataba del apóstol Tomás, ducho en las artes de la carpintería y la construcción. Pese a las reticencias iniciales del apóstol, fue forzado a aceptar el encargo y partió a la India en barco.
Ante el proyecto que Tomás trazó sobre la tierra húmeda y las indicaciones sobre el proyecto y el sistema constructivo, el rey quedó tan deslumbrado que cubrió el apóstol de metales y piedras preciosos para que edificara el palacio.
Pasaron años.
El palacio no se levantaba.
El rey, cansado de esperar, acorraló a Tomás
El apóstol no había malversado las riquezas. Pero el palacio era invisible. Lo había erigido en el cielo y solo podía ser contemplado con los ojos del alma y habitado por los espíritus tras la muerte.
Ante la visión, el rey liberó a Tomás, preso tras las denuncias.
El rey estaba contento. Jesús no le había engañado enviándole a Tomás. Estaba en deuda con el rey Gundosforo.
Treinta años antes, el rey se había desplazado de Oriente hasta Belén: era el rey Gaspar.
martes, 5 de enero de 2016
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