Érase un país lejano en el que las escuelas de arquitectura formaban maravillosamente a los estudiantes de arquitectura en cómo construir: las enseñanzas técnicas no tenían secreto.
Mas se dieron cuenta, un día, que los edificios aguantaban una eternidad pero que nadie los aguantaba. Eran invivibles. Las personas enfermaban con solo pensar que debían ocuparlos durante toda una vida -que no era vida. Suscitan rechazo, imágenes de espacios que, por amplios y bien edificados que estuvieran, no acogían ni invitaban al recogimiento (para lo cual, en ocasiones, una modesta esquina puede ser suficiente).
Fue entonces cuando decidieron reformar los planes de estudio. Las asignaturas técnicas no dejaron de enseñarse, pero ya no tenían como fin formar a técnicos. Además de enseñar a construir, se enseñó a pensar para quien se construía y porque se construía. Qué necesidades debían cubrirse. Siquiera si era necesario construir.
Sumaron materias y enseñanzas hasta entonces inexistentes. Recordaron que los antiguos consideraban que un arquitecto o constructor debía ser filósofo y ser poeta, además de ser un ingeniero. Incorporaron cursos de antropología, etnología, sociología, psicología para saber a quien iba destinada la casa; filosofía para valorar la necesidad de construir; ética, estética y teoría de las artes, con el fin de enjuiciar el gesto y la obra (a menudo no se debe construir: no esta "bien"); geografía para insertar la obra -edificio, ciudad- en un territorio; teología, incluso, porque no solo se construye para cuerpos materiales; historia del arte (o de las artes: música, poesía, artes plásticas y literarias, danza, teatro) y de la arquitectura, en especial, para conocer no solo lo que se ha construido, sino ser conscientes que el tiempo es una de las categorías que miden el sentido de la obra, su necesidad; arqueología, para ser conscientes de la fugacidad, y de la importancia de las trazas, las huellas del hombre en la tierra.
Y, a continuación, se dieron cuenta que la arquitectura no está fuera de nosotros, no solo nos envuelve, sino que está en nuestro interior. Los interiores no son solo los que ocupamos, sino que están en nosotros. La arquitectura es una sensación de bienestar que solo se alcanza con la imaginación: imágenes placenteras en las que nos proyectamos. Para hacer arquitectura hay que aprender a cerrar los ojos -y pensar.
Qué es una tarea a la que no estamos formados.
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