Los estudiantes van accediendo a la clase telemática. En la pantalla del ordenador del profesor imágenes encuadradas de cada estudiante se van componiendo como en un mosaico. Muchos acuden a la llamada. Han apagado el micrófono de sus ordenadores, pero algunas cámaras están aún encendidas. Tras un tiempo prudente de espera -las conexiones pueden no ser inmediatas-, la clase empieza: el profesor habla ante, a su pantalla. Algunos estudiantes apagan entonces la cámara de sus ordenadores. De inmediato se metamorfosean en un círculo de color con la letra inicial de su apellido en mayúscula, escrita con una delgada tipografía de palo, en el centro. En algunos casos, una foto fija, a color o en blanco y negro, habitualmente una imagen del estudiante, se inscribe en en círculo como en un tondo renacentista.
El profesor tiene cierta dificultad en concentrarse. Está todo el rato embebido por lo que ve en su pantalla. No puede desviar la mirada. La imagen le atrapa. Observa, fascinado y preocupado, las filmaciones de los estudiantes que mantienen, quizá sin darse cuenta, la cámara del ordenador encendida, pero no el micrófono. Los ve tomar un café matutino pero sobre todo, se fija en que ríen, y mueven los labios, con unos movimientos sincopados -las cámaras de los ordenadores no siempre captan variaciones imperceptibles-, sin que ningún sonido dé sentido a lo que hacen y dicen. ¿Están acaso "chateando", mirando imágenes que no son las de la clase que se imparte en directo? ¿Hablan con personas fuera de pantalla? ¿Se burlan de lo que está contando el profesor, o de cómo éste está explicando? Quizá comentan divertidos el entorno en el que el profesor se encuentra. La concentración del docente decae. No es capaz de dar sentido a la imagen riente que observa. Ésta no debería importarle. Pero descubre que unos labios que se mueven, al tiempo que esbozan una sonrisa o manifiestan una risa franca, sin que se entienda qué enuncian y, por tanto, porqué lo dicen, se convierten en una imagen siniestra -y obsesiva. La imagen es naturalista. La cámara reproduce la imagen del estudiante. Su entorno, apenas entrevisto, también es "real". La cámara capta y transmite los rasgos y los movimientos. Pero no los sonidos, si el micrófono no está encendido. Y la imagen naturalista, comprensible, interpretable (al menos supuestamente) en el caso de una retransmisión en directo, produciendo la impresión o la ilusión que el observador está en el lugar mismo que la cámara documenta, se convierte en un jeroglífico inquietante. Reconoce todo lo que ve en la imagen -el rostro, las manos, la ropa, algún complemento, un fondo intuido- pero no logra darle o hallarle sentido. Éste se resiste o, algo peor, evoca un significado que convierte la imagen en una amenaza o una sátira. La inseguridad que invade al profesor es "culpa suya". Denota, no que el alumno se ríe de él, sino su propio temor -a ser ridículo, a hacer el ridículo, a ser juzgado y caricaturizado. Y descubre que la imagen naturalista o "realista", la imagen que reproduce y transmite todo lo que enfoca se convierte en un enigma, y en una imagen que desazona, en cuanto un solo elemento, un detalle, es eliminado. La imagen de una persona que habla pero a la que no se le oye deviene una imagen casi repulsiva. No sólo porque se diría que ha perdido la voz, sino que pronuncia palabras impronunciables, que no se pueden ni se deben escuchar, como si fueran una maldición de la que es mejor no tener noticia alguna.
Alumnos que hablan en clase molestan y, ante todo, desconciertan. Profesores expulsan a estudiantes, a veces sin contemplaciones, que hablan entre sí. Recuerdo, sin embargo, la sorpresa que (me) causó la expulsión de estudiantes que, en la última fila, muy lejos de la tarima, conversaban. El profesor no podía oírlos. Por tanto no le temían que molestar, y la expulsión parecía injustificada e injustificable. Hoy entiendo qué ocurrió. Fueron mandados al pasillo precisamente porque se les veía, pero no se les escuchaba conversar. Constituían una imagen lejana que se convertía en el foco de interés, el centro de atención, justo enfrente del profesor (que solo desviando la mirada o volviéndose hacia la pizarra hubiera podido seguir sabiendo, pensando lo que decía) del que era imposible alejarse. La clase no se podía impartir con tranquilidad y lógica.
Una imagen fílmica sin sonido, en una relación "virtual", puede socavar la confianza que uno tiene o no tiene, y convertir la impartición de una clase en un ejercicio angustioso. El no saber qué piensa la persona detrás de la pantalla, impide pensar. Pues se habla a una persona que rehúsa que se la escuche. Da miedo.
Un año de miedos aún nos espera.
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