Alonso Cano: San Bernardo y la Virgen, 1657-1660, Museo del Prado, Madrid
Existen estatuas que hablan, que lloran, que sangran; estatuas que se animan, descienden de su peana y se confunden entre la multitud de humanos (Galatea); estatuas celosas, capaces de matar estrangulando a su víctima con sus poderosos brazos de bronce (la Venus de Ille) -un tema que el cine de terror ha explorado.
Pero solo existe una estatua que da el pecho, no a un recién nacido, sino a un adulto, lanzándole un chorro de leche que un santo bebe ávidamente, como muestra Alonso Cano en uno de sus cuadros más célebres y extraños, inspirado en una conocida leyenda.
Esta imagen, que ilustra sobre el poder de la representación naturalista en occidente, y sobre la difusa frontera entre la magia y el arte -el propio cuadro, la imagen de la estatua, la imagen de una imagen de un ser semi-divino, es también algo más que una imagen inerte o decorativa, ya que media entre el fiel (es una imagen devocionaria) y el ser supremo representado, como si la distancia entre éste y su imagen fuera prácticamente inexistente-, plantea un problema teórico: no existen indicios claros de qué es ( y no solo de lo que representa) la imagen femenina: ¿una imagen de la Virgen María, o la imagen de la estatua de la Virgen María? La existencia de un altar a los pies de la figura, y la inexistencia de algún medio que separe el mundo invisible del mundo visible, tal como una nube, pétrea como en los cuadros de El Greco, o sutiles, evanescentes, en las obras de Murillo, o un halo de luz, lleva a pensar que el santo se arrodilla ante una estatua que cobra vida, pero la propia ficha de la obra, en el museo, revela la incierta identificación: el comentario se refiere a una estatua, la cartela, a la Virgen.
La interpretación de la escena si nos atenemos a la leyenda de la que Alonso Cano no se desmarca. El santo oraba ante una efigie di una y se durmió. Fue en sueños cuando la virgen se le apareció para darle el pecho. El cuadro representaría una figura que nadie puede ver -salvo el durmiente, inconsciente de lo que se le muestra. La pintura se acercaría así a las figuras soñadas, y les cedería un espacio para que pudieran corporeizarse -un cuerpo ilusorio, toda vez que la imagen es plana e impalpable: lo único que se palpa es la tela cubierta de pigmentos, soporte de la imagen, pero que no se pueden confundir con ella. Las teorías surrealistas acerca de la pintura como proyección de un sueño son ciertas, pero redundantes u obvias: la imagen naturalista ha flotado siempre entre el sueño y la vigilia, y entre la presentación y la representación, la presencia y la ausencia, estando ante nosotros cuando es una pared, dotándose así de una naturaleza doble o dual, compleja y contradictoria, siendo y no siendo, en el mundo de los vivos y en el de los muertos, los sueños o, paradójicamente, los inmortales.
Dicha confusión no es un error, sino una prueba más de la capacidad del arte naturalista de metamorfosearse, ilusoria y convincentemente, en lo que representa, de modo que dioses y héroes existen porque los representamos. La representación no solo da fe de su existencia sino que les da vida. La Iconoclasia, por el contrario, expresa el pavor ante la posibilidad que una estatua nos alimente y que prefiramos sus cuidados y desvelos a los de un ser humano.
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