sábado, 3 de agosto de 2013

El faraón Rampsinito y el arquitecto

¿Qué se puede leer, en verano, si no cuentos para evadirnos del presente (ardiente)?

A falta del inicio de una nueva misión arqueológica, en Egipto esta vez, por motivos obvios, los que participamos en la misión de Qasr Shamamok, en el norte de Iraq, podemos desplazarnos a Egipto de manera más certera, con la imaginación.

Antes de que Kheops llegara a ser faraón y  causara la ruina de Egipto y desorden en el gobierno, cuenta Herodoto (II, 122-123), reinó Rampsinito (una figura basada quizá en el mucho más tardío Ramses III, tan rico y aficionado a las obras de arquitectura como su doble ficticio), que poseía una fabulosa fortuna en plata, y financió la construcción de la fachada (el pilón) y de dos obeliscos del templo dedicado a Hefesto (el dios griego de la forja, hábil en la fabricación de objetos metálicos, de plata, seguramente).
Temiendo perder la fortuna, Rampsinito encargó a su arquitecto el proyecto de una cámara  en la que depositaría el tesoro. El arquitecto ideó una estancia abovedada, construída con grandes sillares de piedra, que selló cuidadosamente, salvo uno, que dejó suelto. Ningún albañil podía extrañarse. ¿Acaso las tumbas más reales no disponían de puertas falsas y de pesadas piedras giratorias que bloqueaban secretos pasadizos?
El arquitecto, sintiendo que la última hora llegaba, reunió a sus hijos y les confió el secreto. Aquella misma noche, se deslizaron hacia la cámara, extrajeron el sillar sin mortero con facilidad, y cogieron cuantos tesoros pudieron. Cada noche actuaron del mismo modo. Rampsinito se dio cuenta que su fortuna menguaba cada día que pasaba, mas viendo que los sellos no habían sido rotos, e incapaz de descubrir cómo el ladrón, que no dejaba huella, entraba en la cámara, dispuso negros cepos entre el muro y las grandes tinajas llenas de plata. Por la noche, a oscuras, uno de los hijos del arquitecto quedó atrapado. Sabiendo que no podría liberarse, pidió a su hermano que lo decapitara. Por la mañana, el faraón mandó que el cuerpo del ladrón fuera colgado en lo alto de la muralla, y que los guardias dispuestos bajo el cadáver estuvieran atentos si alguien se detenía ante el difunto y expresaba alguna emoción.
Pero la esposa del arquitecto, en cuanto su hijo le contó lo que había tenido qué hacer, se enfureció y lo ordenó que recuperara el cuerpo. El hijo, vestido de arriero, cargó dos odres llenos de vino de uva -que no de dátil- sobre una mula y avanzó lentamente hasta dónde colgaba el cuerpo de su hermano. Al llegar ante los guardias, disimuladamente, soltó el cordón que cerraba uno de los odres; el vino se desparramó a borbotones. Maldiciendo su suerte, y pegando el animal, logró que los guardias trataran de calmarlo y le ayudaran a recoger una parte del vino que corría por la calle. En agradecimiento, el arriero les regaló vino. Se sentaron a un lado, y siguieron bebiendo, hasta que los guardias cayeron borrachos, momento en que el arriero, aprovechando el descuido, descolgó el cuerpo de su hermano, lo escondió en un odre y lo cargó sobre la mula.
Cuando los guardias, avergonzados, acudieron a palacio, el faraón mandó que los ejecutaran, al mismo tiempo que se admiraba de la astucia y la destreza de los ladrones (¿no eran, acaso, hijos de arquitectos, capaces de doblar la resistencia de la materia y de idear los proyectos más descabellados?).
Entonces, el faraón ordenó a su hija predilecta que se vistiera de prostituta, entrara en un burdel, y solicitara a todos los clientes -atraídos por la belleza y la novedad de la hija del faraón- que le contaran, murmurando al oído, la mayor de las villanías que hubieran cometido.
Habiendo oído acerca de una nueva y esplendorosa prostituta y de sus excitantes deseos, el hijo del arquitecto violó una tumba, serró un brazo del cadáver y se dirigió al burdel, pidiendo ser atendido por la nueva recluta. Poco antes de salir, confió su secreto mejor guardado, pero, mientras la hija del faraón trataba de retenerlo, como su padre le había ordenado, y llamaba a los guardias, el hijo del arquitecto, aprovechando la confusión, le tendió el brazo desmembrado, que la joven retuvo,  y se escabulló.
Fascinado de nuevo por las maquinaciones del ladrón, el faraón se rindió. Mando proclamar, en serio esta vez, que perdonaba al criminal y le ofrecía la mano de su hija. Sabía que, desde entonces, a su hija no le faltaría nada. El hijo del arquitecto sabría cómo sortear los envites del destino.  

Desde entonces, esta historia se ha propagado; ¿cuántos escritores, como Pausanias, por ejemplo, no la han contando adaptándola a distintas circunstancias?


Para Joan Borrell, Albert Imperial, Marc Marín y Eric Rusiñol. hemos tenido todos que aplazar un año el sueño de hallar cámaras sepulcrales por recónditos desiertos, llenas, sin duda, de tesoros y alacranes.

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