La muerte de la abuela del protagonista de la novela río A la búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust muere dos veces;
o, mejor dicho, su muerte acontece un año más tarde del óbito. Median mil
páginas entre ambos hechos.
No se trata de un misterio paranormal. El protagonista, un
niño enfermo y enfermizo llamado Marcel,
muy unido a su abuela -quien le cuida en verano sobre todo cuando le
acompaña a un balneario en Normandía para evitar el calor húmedo y sucio del París
de finales del siglo XIX-, recibe la noticia del fallecimiento de su abuela,
una tarde a la vuelta del colegio. Vecinos, familiares y padres apenas se
atreven a contarle la verdad. Temen que Marcel se hunda. Descubren, con pasmo,
que el niño apenas presta atención al fallecimiento: un hecho nimio, casi
irritante, que no le turba la tarde, como si no se hubiera producido o hubiera
correspondido al de un desconocido.
Marcel no volverá a evocar a su abuela.
Casi un año más tarde, llegado el verano, Marcel parte de
nuevo al balneario. Le acompaña esta vez una atenta y fiel cuidadora que trata
de actuar como lo hacía la abuela. El mismo hotel, la misma habitación, las mismas
fechas, el mismo entorno, todo trata de evocar tiempos pasados a fin de hacer
más soportable la ausencia de la abuela, no sentida.
Llegada la hora de acostarse, la primera noche, Marcel, solo
en su habitación, situada junto a la de la cuidadora, descubre, de pronto, al
apagar la luz que su abuela, ha muerto. Acaba de morir.
Cada noche, la abuela, sabiendo que a su nielo le angustiaba
la oscuridad, golpeaba levemente la pared medianera con los nudillos –golpes suaves
y rítmicos, tres marcas reconocibles-, justo al lado de la mesilla de noche. El
gesto, casi ritual, advertía que Marcel podía dormirse tranquilo ya que su
abuela velaba justo al lado.
La cuidadora sabía todo lo que la abuela hacía. Desconocía
este lenguaje secreto. La falta del leve golpear era significativo. Su sentido
claro. La cuidadora no era la abuela, y ésta ya no estaría nunca más junto a
Marcel. Lloró. Su abuela había muerto, cuando hacía un año que había desaparecido.
Marcel Proust sugería que somos incapaces de darnos cuenta
de la realidad cuando ésta acontece. Solo cuando ya no existe cobra presencia.
Somos conscientes de la presencia de ausencias, de lo que ya no es. Solo el
pasado se nos hace presente. El presente no existe hasta que ha pasado.
Se diría que Proust asume la tradicional creencia en la
incapacidad de los sentidos por captar la realidad: sentidos insensibles o
víctimas fáciles del engaño. Sin embargo, tal no es la postura de Proust. Los órganos
sensible registran todas las facetas del mundo. La complejidad, la riqueza, la
vivacidad, la hondura del mismo no escapa a los sentidos siempre activos y
escrutadores. Mas la razón no puede interpretar todas las impresiones
sensibles. Solo se fija en cambios bruscos de registro. No puede porque si
fuéramos capaces de atender a todo lo que el mundo nos comunica incesantemente,
seríamos incapaces de actuar y de
pensar. El mundo nos fascinaría tanto, sería un espectáculo de tal densidad que
no podríamos abstraernos.
Los sentidos son fieles registradores de lo que nos rodea.
Pero somos incapaces de aceptar, o de asumir todos los datos que nos remiten
sin cesar. Por eso, el mundo que nos rodea nos parece a veces plano, como si
fuera un decorado por el que transitamos sin problemas, que enmarca nuestras
acciones.
Pero, un día, inesperadamente, un hecho, imprevisible y sin
importancia, se asemeja a un hecho del pasado al que no habíamos prestado
atención. Ambos hechos, pasado y presente, entran en resonancia. El pasado
halla una vía de comunicación con el presente. Un pasado en el que no podemos
actuar, que se libre de nuestra voluntad de acción, casi siempre ciega –y
directa. Entonces, todas las impresiones sensibles, visuales, auditivas,
gustativas, táctiles, que ninguna razón activa frena, pueden manifestarse,
revelando todo lo que no supimos apreciar en su momento. El pasado, olvidado
pero no perdido, se muestra más rico que el presente porque no tiene que
simplificarse para facilitarnos la acción diaria. Se trata del pasado. Ya nada
podemos hacer, salvo el de quedarnos embargados por todas las sensaciones
sepultadas que afloran y que dicen la grandeza de algo que hasta entonces había
pasado desapercibido. Caemos en la riqueza, la bondad del mundo. Nos damos
cuenta de su existencia, y de lo que perdimos. Y que perdemos para siempre. Las
sensaciones que de pronto se nos presentan cuentan el mundo –que no pudimos o
quisimos sentir-. Es ahora cuando somos conscientes de su existencia. Pero esas
sensaciones pasadas duran lo que un sueño. Ascienden y se evaporan. El pasado
se nos muestra y se diluye. Y na podrá
ser recordado más, al menos con la hiriente sensación de realidad que por un
momento se nos hace patente.
Proust postula que podemos –debemos- entrar en contacto con
el mundo gracias a los sentidos. Las imágenes, las caras del mismo, nos llegan
a través de los órganos sensoriales. Mas el mundo al que finalmente prestamos
atención ya no existe. Emana del pasado, se hace presente y desaparece. Solo el
pasado puede tener presencia, aunque esta es fugar. Como la vida
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