El ganchillo suele ser una práctica llevada a cabo en un ambiente doméstico. Un trabajo casero, absorbente, que logra evadirse, llevado a cabo por gusto, distracción o necesidad. Un arte que deja que las manos actúen solas. Solo, de tanto en tanto, es conveniente contar los puntos, y estirar algo el hilo. En cualquier caso, un trabajo económica, emprendido con unos con pocos medios.
Marie-Rose Lortet tejía, como de costumbre hacía muchos años, para hijos y nietos en su casa. También trabajo en una casa de alta costura. Pero no se adaptó. Hoy, teje en cualquier sitio, a veces en el transporte público. Teje, empero casas. Teje y desteje, en un día, o en meses, sin bocetos, sin una imagen previa. La casa dicta a las manos que tamborilean con los ganchillos como quiere ser. Y Marie-Rose atiende a lo que sus casas le piden.
Son construcciones que parecerían sencillas si no fuera porque su inevitable asociación con el trabajo de Aracne, la heroína convertida en el animal que mejor teje redes, descubre la complejidad de la realización y de las tramas, y una cierta evocación de una jaula, como si ofreciera un punto de vista sobre el hogar que combina el humor, la fragilidad, y la trampa -pese a su imagen inmaculada -, una construcción de hilos irrompibles solidificados con azúcar para dar la sensación de solidez : la casita de Hansel y Gretel, en verdad, mucho más atractiva -peligrosamente atractiva- que la casa en la que vivimos.












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