Toda criatura del mundo,
es para nosotros como un libro, como un cuadro, también como un espejo.
Es un símbolo fidedigno
de nuestra vida, de nuestra muerte,
de nuestra condición, de nuestro destino.
Una rosa representa nuestra situación, constituye una bella glosa de nuestra condición, una lección de nuestra vida.
Ella florece con el alborear del día, y con el crepúsculo vespertino
la flor marchita resplandece.
Por lo tanto una flor exhalando fragancia expira, hasta la palidez delirando,
muriendo para renacer.
Vieja a la vez que joven,
anciana y niña a la vez,
la rosa se marchita al nacer.
En el amanecer de la juventud, vuelve a florecer muy poco.
Y este amanecer lo elimina
el atardecer de la vida, al concluir el crepúsculo vital.
Cuya belleza mientras se ensalza, su atractivo enseguida lo marchita la edad, en la cual se desvanece.
La flor se convierte en heno, y la yema en cieno. El hombre se convierte en cenizas, cuando
rinde tributo a la muerte.
Su vida, su existencia,
son pena, son trabajo; y concluye la vida con la muerte inevitable.
Como la muerte a la vida y el llanto a la risa, como la oscuridad al día y las olas al puerto: así el atardecer cierra el amanecer.
El trabajo, histrión de la muerte,
pena que lleva el semblante de la muerte, contra nosotros profiere el primer insulto.
Nos lleva al esfuerzo, nos sume en el dolor; la muerte es el final.
Por tanto, confinado bajo esta ley, asume, ¡Oh hombre!, tu condición, considera cuál es tu existir.
Qué fuiste antes de nacer,
qué eres ahora, qué serás después: examínalo con diligencia.
Llora la pena, lamenta la culpa, frena el impulso, doblega el orgullo, desecha la arrogancia.
Rector y auriga del alma,
guía la mente, controla los caudales,
para que no fluyan por fuera de sus cauces.
.
De la misma manera la primavera de la vida humana
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