Esta noche, como cada noche un treinta y uno de octubre, deberían encenderse las velas hasta la madrugada del primero de noviembre en honor de todos los santos, celebración que precede el día de los difuntos que acontece el día dos (y no el uno) de noviembre.
La celebración del día ( o, más adecuadamente, de la noche) de Todos los Santos tiene una estrecha relación con la arquitectura. Conmemora el día en que el Panteón de Roma, dedicado originariamente a todos los dioses -o al dios supremo sol que desciende por el óculo abierto en lo alto de la cúpula-, fue instituido como monumento a todos los santos, en el siglo VI: a quienes gozan o gozarán de la beatitud en la cercanía de la divinidad.
Esta fiesta se remonta, empero, a las Lemuria romanas (celebradas, sin embargo, durante el mes de mayo). Los lémures son los espectros de quienes han tenido una muerte violenta (accidente, atentado, asesinato), cuyo cuerpo desaparecido no ha podido ser enterrado. Los lémures, almas en pena, rondan los vivos, sus familias y sus descendientes, ante todo, exigiendo los honores que no se les pudo dar en su momento. Es por eso que, cuando la celebración de los Lemuria, el pater familias, al tiempo que invocaba a los espíritus, se levantaba del lecho a medianoche y, tras haberse purificado las manos en una fuente doméstica, echaba nueve veces habas negras, el alimento de los difuntos, por detrás de la espalda, cuyos espectros las recogían. Así, satisfechos, éstos desaparecían de los hogares, tras el tañido de una campaña golpeada por el padre de la familia.
Esta ceremonia se completaba con las Parentalia, en febrero: doméstica, y al mismo tiempo pública, dirigida por una vestal, celebrada tras amortajar la vida, con los templos cerrados y las piras de los altares apagadas, agasajada a los antepasados.
Los Lemuria eran una ceremonia de protección de los hogares que rendían culto a los manes, unos espíritus domésticos cuyas sus intenciones eran desconocidas, pues al morir, los espíritus se convertían en benéficos lares o en maléficas larvas, recibiendo el nombre de manes aquellos sobre los que cabía la duda acerca de su verdadera naturaleza. Por esto, era necesario contentarlos no fuera que larvas, que no lares, fueran.
La fiesta de Todos los Santos, antesala del día de los muertos, es una celebración privada con una repetición pública, que revela nuestro desconcierto - o nuestro temor- ante lo invisible, así como nuestra capacidad práctica y vital de sobreponernos y de protegernos de nuestras limitaciones.
Aguárdenos esta medianoche, entonces….
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