1453: el ejército turco toma Constantinopla. Devendrá Estambul.
Apenas acceden los soldados al centro de la ciudad empiezan las primeras detenciones de pintores y escultores, los primeros enjuiciamientos, las primeras ejecuciones.
El islam prohibía la representación de la divinidad. Se temía que una imagen coloreada, por grande que fuera, no pudiera dar cuenta de la grandeza de los poderes celestiales. Los iconos los encerraban entre contornos, mientras que la divinidad era infinita. Inevitablemente la imagen pictórica ofrecía una imagen equivocada de la inconmensurabilidad divina.
Las discusiones sobre la capacidad de la imagen natural de traducir y manifestar la omnipotencia divina ya habían dado lugar, seis siglos antes, a violentos y macabros enfrentamientos entre partidarios de las imágenes y quienes consideraban que debían ser prohibidas puesto que la divinidad representada se asemejaba a un muñeco. La guerra de las imágenes, conocida como la iconoclastia, había dejado un reguero de muertes y destrucciones entre cristianos.
La situación se repetía, esta vez entre musulmanes y cristianos.
La mayoría de los artistas que escaparon a estas matanzas huyeron de Constantinopla hacia la isla de Creta. Ésta, conocida como Chania, era una posesión veneciana.
Ocurría que Venecia, todo y siendo una potencia cristiana, mantenía buenas relaciones comerciales, culturales y políticas con los reinos y los imperios del Próximo Oriente. No cerraba las puertas ni al Imperio chino.
Los artistas podían sentirse seguros en Creta. Venecia era un poder tolerante. Los contactos entre la Serenísima y la Sublime Puerta -como eran conocidas ambas potencias- pronto emprendieron. El transvase de ideas e imágenes era constante.
Los pintores de iconos entraron en contacto con la pintura veneciana que se practicaba en Creta. La voluntaria rigidez bizantina se amoldó a la atmosférica pintura que reflejaba la influencia de Leonardo.
Mas, los contactos no llevaron a los pintores de iconos a abandonar sus principios artísticos, sino a sumarlos a los códigos venecianos. Se produjeron obras sorprendentes: escenas con fondos naturalistas manieristas y figuras hieráticas medievales. La ausencia de contornos definidos de los escenarios se contraponía, en una misma composición, con el negro trazado continuo de las siluetas de los personajes, como si la imagen pintada se asemejara al de una vidriera. La oposición que se suele señalar entre dos maneras de abordar la representación del mundo saltaba por los aires. Ambas cohabitaban en un mismo cuadro, pintadas por un mismo artista que pasaba de un estilo a otro sin prejuicios.
El florecimiento de las artes en Creta decayó dos siglos más tarde. El imperio otomano conquistó y sometió a la isla. Los pintores volvieron a emigrar. El nuevo destino fue, lógicamente, Venecia: una república en decadencia. El esplendor manierista era cosa del pasado. El vigor de los artistas del siglo XVIII como Canaletto y Guardi, estaba por llegar. Pero llegó. Tras la llegada de los antiguos pintores de iconos que un día integraron una nueva manera de representar el mundo en los códigos con los que se habían formado.
Se trata de una de las más singulares y sin duda hermosas lecciones de encuentro entre dos mundos que se hayan dado en el Mediterráneo, ejemplificada por las primeras y las postreras pinturas de Domenikos Theodokopoulos (El Greco), como lo muestra una espléndida exposición en el palacio ducal de venecia.
Muchos deberíamos verla y reflexionar sobre ella para sacudir nuestras orejeras.


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