Nueve de junio de dos mil veinticinco: lunes de Pentecostés.
Aunque vamos perdiendo (interés en el) conocimiento de los rituales católicos que han pautado durante dos milenios la vida en occidente, mayoritaria -aunque no exclusivamente- y el conocimiento de lo que es y significada el lunes en Pentecostés, éste sigue influyendo en la vida diaria, siquiera porque tiene el poder de convertir un día laboral en un día festivo.
Pentecostés, o el Quincuagésimo día después de ls celebración de la Pascua (los cincuenta días tras la Resurrección Pascual es una cifra mágica: siete semanas de siete días): se trata del día en que el espíritu divino (el llamado Espíritu Santo) desciende sobre los apóstoles -dejados de la mano de Dios tras la resurrección de Cristo- e invierte el castigo impuesto tras la caída de la Torre de Babel. La multiplicación de las lenguas acontecida entonces para impedir que los humanos se pusieran de acuerdo para asaltar los cielos, deja de ser un problema, porque los apóstoles adquieren el conocimiento de todas las lenguas a fin de poder evangelizar -de portar la buena nueva y de convertir a todos los humanos convirtiéndoles en adoradores del mesías- a toda la humanidad.
Esta fiesta, derivada de la fiesta de las cosechas judía -cuando, al final de la primavera, se sacrificaban las primicias en honor de las divinidades Yahvé, Baal, Asherat, Astarté…., y se renovaba el pacto de buena convivencia entre el cielo y la tierra-, rememoraba, a través del descendimiento de una llama ardiendo sobre la testa de los apóstoles, súbitamente iluminados y capaces de dilucidar los misterios de todas las lenguas, el acuerdo muy anterior entre Moisés y Yahvé, que manifestaba su presencia a través de una zarza ardiendo, en lo alto del monte Sinaí, tras el cual Moisés recibió las tablas de la ley gracias a las cuales se ordenaría la vida en la tierra y su relación con lo alto.
Este pacto, consistente en una iluminación, un súbito incremento de inteligencia, de luces, para echar luz sobre problemas, oscuridades, disipar tinieblas, y favorecer encuentros y pactos, una vez establecido el contacto con el otro tras verle la cara hasta entonces en la penumbra, se inspiraba en la filosofía neo-platónica.
Ésta sostenía que el filósofo veía sus esfuerzos en favor del diálogo en la tierra y con el cielo -con el Uno- bendecidos con el encuentro con el Paracleto -el nombre de una divinidad que se aplicará al Espíritu Santo.
El Paracleto era el nombre del mediador, es decir de la faceta mediadora de la divinidad, en este caso, Zeus. Zeus se abría a rescatar e iluminar a quienes abogaban por el conocimiento y el entendimiento.
La palabra griega paracleto (παρακλητος) designa a la persona que era llamada o invocada en auxilio. Un paracleto brindaba ayuda a quien se hallaba en dificultades: tal era la situación de un enjuiciado. Éste, para actuar en defensa propia, para defenderse de las acusaciones quizá injustas o injustificadas, apelaba a quien pudiera hablar en nombre suyo, mediar e interceder en favor suyo.
Un paracleto era un abogado. Advocatus, en latín, nombraba a quien ers llamado para brindar su ayuda: una persona o un ente (el espíritu, incluso, según Cicerón) convocados para asistir a un juicio y asistir a quien necesitaba ayuda para salir con vida de un peligro, una condena que le podía llevar a la muerte. El abogado, es decir, el paracleto, le libraba del mal, de la muerte, y le otorgaba una vida plena, libre de nubarrones, una vida a plena luz del día.
La fiesta del Pentecostés es, por tanto, la fiesta de la luz: una luz que desciende, ilumina a los hombres, y les hace descubrir los problemas y hallar soluciones no lesivas a las dificultades.
Parece que este año, Paracleto se ha quedado parapetado en lo alto, sin dignarse en descender -si es que algún año ha descendido.
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